La envidia es un vicio que estimula comportamientos antisociales entre los que destaca, políticamente, el bravucón nazionalitarismo de la periferia española. Pero en otros muchos escenarios vemos apuntar la oreja peluda del envidioso desbordando odio por todos los poros.

Urge precisar, no obstante. La "sana envidia" y la "admiración" no se diferencian demasiado. Lo admirable suele ser envidiable. No me duelen prendas decirlo, envidio sanamente -o admiro- el talento de Anxel Vence para escribir casi a diario una columna brillantísima, socarrona, elegante, inteligente y, más difícil todavía, amena. Lo mismo me sucede en relación a Alfredo Conde que todos los días del año -Vence suele tomarse algún descanso- pone al clareo su limpia prosa sin adarme de amargura, ni fatiga, ni resentimiento a pesar del maltrato institucional recibido, desde la derecha y desde la izquierda. Y siempre admiré -o envidié sanamente- la gigantesca capacidad del maestro Francisco Pablos que escribía una columna, una buena columna, en diez minutos. Otras consideraciones aparte, con las excepciones de Umbral y Savater, no conocí personalmente a nadie que igualara a Pablos en este oficio, a nadie con tan desarrollados dones para la oratoria y redacción a chorro de pensamiento. Y envidiaría el sentido del humor, la clase para reírse de sí mismo y la inteligencia de alguien cuya autobiografía arrancase así: No crean que busco compasión ni justificación a mis insuficiencias confesando que soy de Ourense, la Atenas del Miño.

Desgraciadamente, en las líneas que desgrano semanalmente no puedo permitirme el toreo de salón de diestros colegas habida cuenta que el ganado que lidio, a cuerpo gentil y sin monosabios que me apoyen, viene en ocasiones muy resabiado y no me queda otro remedio que entrar a matar en corto y por derecho. Cierto es, a mí, como a Cela, la vida me dio tan buenas armas que generalmente ni necesito usarlas para ganar. Algún bajonazo perpetro y alguna cornada recibo pero son cosas del oficio que uno acepta sin mayores formalismos.

| El honor de ser envidiado. El envidioso sucumbe a la infelicidad y cobija en su seno el deseo de infligir daño físico al envidiado. Sin embargo, la vía por la que el envidioso da salida al odio y al resentimiento suele llevarlo a la maledicencia y la calumnia en aras de atenuar, inútilmente, la amargura que lo reconcome. O lo lleva a componer listas negras. En Vigo, sin ir más lejos, milita un miserable nazionalitarista, vocacional delator de arete en oreja y pinta de colillero con gafas de diva, que se dedica a referenciar en Twitter a los españolistas desatados. El escritor Lorenzo Silva y servidor hemos tenido el honor de haber sido señalados a las hordas la semana pasada por el susodicho. Sí, las palabras matan.

Desde joven escuché que la envidia es un vicio muy español -Unamuno escribió una novela al respecto, Abel Sánchez- pero yo andaba mariposeando en otras cosas y no le concedí mayor importancia. Ahora sí. Tanta es la envidia que nos rodea y tanto se presta nuestro tiempo a darles cancha a los envidiosos -en redes sociales y demás medios de comunicación- que resulta imposible no tomarlos en cuenta. La envidia es un vicio mefítico que hay que denunciar aunque el envidioso, pobrecillo, tenga no poco castigo con serlo. Schopenhauer, en El mundo como voluntad y representación nos dice que la envidia en los hombres muestra cuán desdichados se sienten, y su constante atención a lo que hacen o dejan de hacer los demás muestra cuánto se aburren. Hombre en sentido epiceno, quiero decir, mujeres y hombres propiamente dichos. Y aunque no soy fino observador social -sí lo es mi amigo el sociólogo, anglicista y afamado latin-lover José Fernando López-Karrera y Valladares- tengo la impresión que la envidia afecta más a hombres que a mujeres, quizás por afán de protagonismo mal llevado, salvo en tratándose de hijos de las otras que compiten con los propios.

Tener enemigos envidiosos honra. Lo escribió Martí con mejor letra que yo: Quien enemigos no tenga/ es señal de que no tiene, / ni talento que haga sombra, / ni bienes que se le codicien, / ni carácter que impresione, / ni valor temido. Decía Voltaire "Hay un excelente proverbio que debemos seguir y aconseja que vale más causar envidia que lástima. Causemos, pues, envidia, hasta donde nos sea posible".

| Superioridad relativa. La esencia de la envidia, en el enfoque que le da Adam Smith, reside en la relación polar superioridad-inferioridad al definirla como "aquella pasión que ve con maligna ojeriza la superioridad de quienes realmente merecen toda la superioridad que acreditan". De la definición de Adam Smith uno colige que se envidia cuando el envidiado es intrínsecamente merecedor de aquello por lo que se le envidia. Si así no fuera, el encono provendría, en opinión de Aristóteles, de la indignación. No obstante, esa superioridad, tengo la impresión, no es necesariamente absoluta, de conjunto, basta con que se manifieste allí donde el envidioso resiente una carencia relativa. Lo que cuenta para el envidioso no es lo que tiene (y, por complementariedad, lo que no tiene) sino lo que posee el otro. Cabe que dos personas se envidien mutuamente. Es frecuente que un gran profesor que acerve mucha ciencia y sabiduría envidie a un colega más joven, con mayor predicamento entre los estudiantes, por razones que poco tienen que ver con el selecto conocimiento. Y, recíprocamente, el joven colega quizás resienta odio furibundo hacia el más docto precisamente por su inalcanzable ciencia, sin que sea necesario que este lo zahiera o rebaje por su relativa ignorancia.

Además, considero que la superioridad no necesita ser objetivamente real como sugiere Adam Smith. Basta con que el envidioso crea que es así, que el envidiado es superior en algo de lo que carece relativamente y cuya posesión o pertenencia le resulta subjetivamente imprescindible.

En algún caso, el observador exterior a un conflicto aparente entre dos sujetos achaca erróneamente las fricciones aireadas públicamente, habituales entre la grey escribidora, a la envidia habiendo solamente en ello mutua emulación e ironía. Recuerdo la época en la que Vázquez Montalbán, en las columnas de El País, se las daba aún de marxista, gobernando Felipe González, y aguijonaba a Fernando Savater tratándolo de "nuevo filósofo" o "joven consejero del príncipe". Y Savater le replicaba endosándole, por alusiones, lo de "viejo leninista". Quien estaba al corriente, sabía que Montalbán y Savater se querían y respetaban. Eran adversarios ideológicos pero no enemigos personales.

En el peor de los casos, de la rivalidad ideológica surge la envidia, y de esta el odio, si la diferencia intelectual de los adversarios es mucha y una de las ideologías demasiado pasional y extremosa. En este sentido, las vivencias de Savater suministran otro buen ejemplo.

| Envidia y autodestrucción. En la época embarullada de los primeros años de democracia, Fernando Savater mantuvo en Zorroaga, donde era profesor, un intenso intercambio de opiniones con estudiantes de tendencias abertzales duras. Savater suponía, en filósofo profesional adicto al buen razonar, que debatir con los retoños del terrorismo transmutaría la intransigencia xenófoba en consciente complejidad de la vida moderna en sociedad. Pero quedó horrorizado al comprobar que, salvo excepciones, estudiantes proclives a la violencia contra el invasor español, a los que oponía elaboradas y demoledoras razones, revelaban poco a poco rasgos y síntomas de crispación y odio para con él. De esa época viene la caza al hombre, hasta hoy, que instigaron los terroristas contra Fernando. Todos los terroristas, los de baja y alta intensidad y asimismo intelectuales orgánicos del nazionalitarismo, varios gallegos entre ellos.

En un principio, los filo-terroristas buscaron la discusión con Savater para recubrirse de cierto barniz cultural y aparentar la altura de miras que la discusión parecía avalar. Progresivamente, el barniz justificó intelectualmente la voluntad de conflicto al suministrar a la ancestral pulsión agresiva de los terroristas en agraz coartadas cultas. Finalmente, el intercambio resultó físicamente peligroso para Savater pues al poner su inteligencia al descubierto los estigmas de la poquedad intelectual de sus jóvenes contradictores en lugar del agradecimiento debido al maestro, el filósofo cosechó un mayor flujo de odio activo.

Aquellos ensimismados nazionalitaristas acabaron envidiando la capacidad discursiva de Fernando, su arrolladora inteligencia, su genial oratoria. Y de la envidia pasaron al odio porque ya Plutarco dejó escrito (Obras morales) que nada diferencia ambas pasiones. Por tanto, sacar al envidioso del error no garantiza reconocimiento ni agradecimiento. Cuantos más favores intelectuales se le hagan para extraerlo de la ignorancia más crece en él el rencor y más fuerte el deseo de hacer daño al envidiado que con la magistral lección está recordándole su inferioridad, sus carencias. La lección intelectual recibida, que la envidia transformó en humillación, debió llevar a no pocos al terrorismo -esto es, a la autodestrucción- toda vez que al sentirse inferiores acabaron sucumbiendo a las pulsiones del odio destructor-autodestructivo.

Ciertamente, mucho dolor habríamos ahorrado si los mentores nacionalistas más experimentados, fogueados y añosos hubiesen sido menos soberbios y hubieran aceptado desde un principio que el jactancioso reto separatista lo tenían, lo tienen y lo tendrán completamente perdido. Por culpa de españolistas desatados como yo. Cuando los jóvenes nazionalitaristas maduren nos lo agradecerán, nosotros seremos sus maestros y no quienes los engañaron. Significativamente, Fernando Savater está recibiendo hoy día el reconocimiento de algunos que otrora quisieron asesinarlo.

*Economista y matemático