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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Nadie quiere ser español, o casi

Parte de los catalanes -y de los vascos, y algunos gallegos- dicen no querer ser españoles, lo que no ha de asombrar en absoluto. Incluso el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, acaba de proclamar orgullosamente en Berlín que los españoles son, en realidad, "los alemanes del Sur", como si no les llegase con lo suyo. Aquí nadie se conforma con asumir lo que engañosamente dice su carné de identidad.

Cada uno será lo que quiera, como bien reza el himno de la Legión. Alemán, si así le place a Rajoy, o catalán de la exclusiva estirpe de Wifredo el Velloso, según los propósitos de secesión tenazmente manifestados por el presidente Artur Mas.

Si en algo se parecen entre sí los diecisiete reinos autónomos de España es en que cada uno de ellos dice ser distinto de los demás: y en particular, del que tiene al lado. Nos iguala la gana de ser diferentes, por más que a un guiri le resulte arduo distinguir a unos de otros, dada la común afición al fútbol, a las tapas, al cotilleo y a la fullería que reina imparcialmente en toda la Península. Y en las islas, claro está.

A lo sumo, los turistas que visitan por millones este parque temático de la diferencia encontrarán parecidos entre los españoles y sus demás vecinos de la banda sur de Europa. Sería excesivo pedirles que afinasen un poco más para apreciar los rasgos diferenciales que distinguen a un gallego de un murciano y a un catalán de un cántabro. Pero es lógico. También a un español le costaría diferenciar a un alemán de Baviera de un renano o un habitante de la Baja Sajonia. Todos nos parecen igual de aburridos y eficientes, aunque algún detalle castizo distinguirá tal vez a unos de otros.

El argentino Jorge Luis Borges, que tanto escribió sobre las ilusiones del nacionalismo, expresó en cierta ocasión su deseo de haber sido andaluz. Lo que nunca querría, agregó, es ser catalán, y lo explicaba así: "Los odian en España y entre los franceses se nota enseguida que son impostores".

Exageraba sin duda el porteño en su tendencia a la ironía y la provocación. La única ojeriza, si alguna, que se les pudiera profesar a los catalanes es de orden estrictamente futbolístico y obedece a la histórica pendencia entre los seguidores del Barça y los del Madrid, que en realidad se encuentran por toda España. Pensar que se les tiene manía en términos generales sería tanto como decir que los coruñeses odian a los vigueses -aunque no sean del Celta- o que los vecinos de Gijón y Oviedo viven en permanente estado de guerra fratricida.

El ansia de ser diferentes y, en los casos más extremos, ir por libre, ha de ser quizá una reacción a la sobredosis de nacionalismo español que el general Franco inyectó al país durante su larga dictadura.

A fuerza de ensalzar las glorias de España y de pintar la bandera hasta en los estancos, la política ultranacionalista del Centinela de Occidente acabó por suscitar un rechazo parecido al que el comunismo produce en Rusia tras setenta años de soviets. Paradójicamente, lo que Franco habría excitado es el resurgimiento de otros nacionalismos solo en la superficie distintos del suyo.

"Es español el que no puede ser otra cosa", dijo en cierta ocasión Cánovas del Castillo, harto de que el Congreso discutiese sobre tan ardua definición. Pero eso fue antes de que pudiéramos ser catalanes, manchegos e incluso alemanes (del sur). Por falta de opciones no será.

stylename="070_TXT_inf_01">anxel@arrakis.es

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