Opinión

JOAQUÍN RÁBAGO

Fascinación surrealista

Si hay una segunda patria surrealista junto a la Francia de André Breton, de George Bataille, de Max Ernst, de Yves Tanguy, es sin duda su vecina Bélgica.

Belgas son dos de las grandes figuras de ese movimiento, René Magritte y Paul Delvaux. Como eran también oriundos de esa región otros artistas que hoy muchos consideran surrealistas "avant la lettre", entre ellos El Bosco y Brueghel.

Y a Delvaux (1897-1994), creador de un mundo tan personal como fascinante, dedica el museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid, una exposición que cubre distintas etapas de su carrera, desde sus titubeantes comienzos bajo la doble influencia del impresionismo y el expresionismo hasta desembocar de lleno en el surrealismo.

Delvaux es conocido sobre todo por sus escenas espectrales de mujeres desnudas, de gélida sensualidad, a las que coloca en medio de grandes espacios vacíos, de rigurosa perspectiva, o ante un fondo de arquitecturas clásicas que recuerdan a veces los extraños decorados de su admirado Giorgio de Chirico.

Esas enigmáticas figuras femeninas aparecen siempre con la mirada perdida, vestales de una religión desconocida, portadoras de un misterio que somos incapaces de descifrar.

Algunas van tocadas con un sombrero rematado por grandes plumas, imagen, según los biógrafos de Delvaux, inspirada por la propia madre del artista, una mujer dominante y castradora.

No es de extrañar por tanto que en algunas pinturas aparezca también un adolescente desnudo, al que no resulta difícil asociar, por su indefensión y desvalimiento, con el propio artista.

En otros cuadros, las mujeres que pueblan su mundo se nos muestran con los ojos cerrados, como dormidas, y parecen evocar una de las experiencias que más le marcaron: la visita a un museo anatómico-etnológico.

En aquel ambiente un tanto morboso Delvaux vio una Venus mecánica, revestida de cera, totalmente desnuda y que respiraba como si estuviera viva, la cual que ejerció sobre él una mezcla de atracción y la repulsión.

Hay que destacar asimismo otro aspecto de su obra como es su fascinación por las estaciones ferroviarias y los tranvías, que aparecen con frecuencia en sus pinturas y les confieren un carácter todavía más enigmático.

Él mismo lo asocia también a sus recuerdos infantiles: cuando, asomado al balcón de su casa de Bruselas junto a su madre, veía pasar diariamente los tranvías o cuando acompañaba a su padre a la estación de Luxemburgo.

Y no menos inquietantes, aunque por otro concepto, son los cuadros en que aparecen esqueletos y en los es posible ver la influencia tanto de las danzas macabras medievales como de ciertas obras de su compatriota James Ensor.

Entre las imágenes más impactantes de esa serie está una crucifixión en la que, frente a la ortodoxia católica, prácticamente todas las figuras -Cristo incluido- se nos muestran como esqueletos.

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