Opinión
Eugenio Fuentes
La guerra santa de las piedras trastoca las alianzas en Oriente Medio
Las ofensivas contra los yihadistas del Estado Islámico refuerzan el papel regional de Irán y Siria para alarma de Israel, las monarquías árabes del Golfo y los republicanos de EE UU
La salvaje aniquilación en 72 horas de tres importantes yacimientos arqueológicos iraquíes, precedida por la destrucción de las piezas más relevantes del Museo de la Civilización de Mosul, ha añadido una nueva faceta a la poliédrica imagen del grupo yihadista que se hace llamar Estado Islámico.
Gracias a esta guerra santa de las piedras, los integristas suníes, que desde la primavera de 2014 son -además del mejor estímulo a la venta masiva de misiles "Tomahawk"- la bestia negra de Occidente y el mundo árabe, han redondeado su campaña de estremecimiento del imaginario enemigo. Un imaginario que ya estaba escalofriado por los vídeos con degüellos de rehenes occidentales vestidos de "naranja Guantánamo", por los secuestros y matanzas de yazidíes kurdos y cristianos asirios, por la cremación de prisioneros vivos enjaulados o por la despiadada ejecución pública de homosexuales a los que se rebana el cuello o se estrella contra la calzada desde una azotea.
Aterrorizar a través de las redes sociales es, con mucho, el arte que mejor dominan los milicianos del Estado Islámico. Una banda de decenas de miles de individuos a la que un número creciente de medios occidentales llama por su nombre en árabe, Daesh, en un pueril intento de ocultar que controlan un territorio de más de 200.000 kilómetros cuadrados al que llaman califato. Un Estado, aunque en mantillas, con instituciones regidas por la ley islámica y con capacidad de atracción de miles de jóvenes extranjeros.
Ahí, en su territorialidad efectiva, radica la diferencia entre el Estado Islámico y otros grupos yihadistas, como Al Qaeda, que se limitan a golpear a Occidente y a los regímenes árabes con ataques terroristas. Implantados en parte de Siria e Irak, y con poderosos tentáculos en la Libia envuelta en una nueva guerra civil, los yihadistas del Estado Islámico extienden también su influjo a Nigeria, donde Boko Haram acaba de sumarse a sus filas. Sin embargo, desde hace unos meses están en regresión en sus feudos matrices.
En efecto, los milicianos kurdos, tras el visto bueno que a regañadientes les concedió Turquía, han logrado desalojarlos de su bastión sirio de Kobane, mientras que en Irak hay en estos momentos dos ofensivas en marcha contra su territorio. La primera se libra en el norte, en las lindes con el Kurdistán iraquí, donde los "peshmergas" amenazan sus posiciones en el importante centro petrolero de Kirkuk. Un poco más al sur, el ejército iraquí y las milicias chiíes apoyadas por Irán peleaban ayer en los principales barrios de Tikrit, la cuna de Saddam Hussein, situada a medio camino entre Kirkuk y la capital, Bagdad. Todo ello en espera de que las partes se consideren preparadas para lanzar la gran ofensiva sobre Mosul, la joya de las conquistas del Estado Islámico en Irak.
Estos combates en tierra se disputan bajo el paraguas que, tanto en Siria como en Irak, proporcionan desde el pasado agosto los bombardeos de la coalición aérea encabezada por EE UU y engrosada con potencias occidentales y árabes. Aunque insuficientes para una victoria total, los ataques aéreos han permitido frenar el avance de los yihadistas, mientras en el interior de EE UU los republicanos y sus enlaces en el Pentágono presionan al presidente Obama para que comprometa al menos pequeños contingentes de tropas en tierra.
Sin embargo, Obama, que llegó a la Casa Blanca con la promesa de enviar de vuelta a casa a las tropas de Irak y Afganistán, ha preferido dejar que sean los iraníes quienes se encarguen de reforzar a las milicias chiíes en la ofensiva sobre Tikrit, lo que obliga a que la cobertura aérea la suministren los iraquíes. Este pacto, cuando menos tácito, con Irán, además de causar la alarma de Israel y de los republicanos estadounidenses, refleja un importante giro del mapa de las alianzas en Oriente Medio.
Veamos. En los orígenes de la guerra siria, allá por 2011, el dictador Asad era la bestia a abatir y sólo contaba con el apoyo de Rusia y de los chiíes (Irán y, posteriormente, los libaneses de Hezbolá). Cuatro años después, todo ha cambiado. Por un lado, Asad, lejos de ser el peón que debía caer tras el derrocamiento y muerte del libio Gadafi, es una garantía de contención del yihadismo y, por lo tanto, desempeña en la práctica la figura de un aliado táctico, incluso para Israel. Mientras, sus opositores moderados, cuyos mayores males han sido la división y la ineficacia, han quedado presos entre los yihadistas y el bloque formado por el régimen de Damasco y sus aliados chiíes. La estrella opositora, qué duda cabe, cursa con declive imparable desde que la última conjunción conocida entre Obama y el ruso Putin frustró en septiembre de 2013, dos meses antes del estallido de la crisis de Ucrania, la campaña aérea contra posiciones de Asad que se preconizaba desde el Pentágono.
Mientras tanto, Irán, que para enfado y congoja de Israel y de las monarquías del Golfo es el gran beneficiario de esta reversión de alianzas, ha reforzado su impronta sobre el vecino Irak. Si durante los años de presidencia sectaria del chií Al Maliki su influencia en el país del Tigris y el Éufrates era grande, actualmente es enorme. Aunque de modo oficial suele enunciarse que en las ofensivas contra el Estado Islámico tropas iraníes "apoyan" a las milicias chiíes y al ejército iraquí, nadie duda que, en realidad, el peso específico de los ataques reposa en la Guardia Revolucionaria de Teherán, auxiliada por nutridos y menos eficaces contingentes locales.
Súmese a esta realidad, alentada en sordina por EE UU, Egipto y Jordania, la sólida impronta de Hezbolá en Líbano y la reciente toma del Yemen -bastión terrorista de la suní Al Qaeda- por el grupo chií de los hutíes. Se entenderá entonces todo el calado que tienen los intentos de Israel y de los republicanos estadounidenses de sabotear un acuerdo con Irán sobre su programa nuclear, así como los viajes "tranquilizadores" del secretario de Estado Kerry a Arabia Saudí.
La firma de un acuerdo con Irán, que conllevaría el fortalecimiento de un Teherán libre de sanciones y en posesión de un material atómico de teórico uso civil, confirmaría la mutación táctica del juego de alianzas que ha dominado Oriente Medio desde hace más de 30 años. Al menos mientras Obama no sea reemplazado en la Casa Blanca por un republicano. O mientras Netanyahu -cuyo apocalíptico discurso de la semana pasada en Washington cobra su pleno sentido en el contexto de estas mutaciones-, o quien le suceda a partir de las elecciones israelíes del próximo miércoles, siga sin convencer a sus generales de que el bombardeo de las instalaciones atómicas iraníes es el único modo de invertir la actual deriva de la región.
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