De nuevo tomo hoy la narración de la vida propia de "mi calle", la ourensana rúa de Outeiriño/Quiroga, para continuar contándoles algunos pormenores y detalles de lo que era y lo que en ella discurrió entre 1941 y 1969, y que interpreto en buena parte como expresión del pulso vital ourensano de esas tres décadas. A los que no me hayan leído en mis sueltos anteriores en Faro de Vigo, les recuerdo que lo hago como testigo presencial y partícipe activo, ya que en ella nací y viví durante esos años, en mi domicilio familiar del primer piso de la casa número 13. La importancia de mi relato sé que es limitada y más ligada a lo privado que a lo público, pero reavivará la memoria de las personas que conmigo vivieron y se desarrollaron en esta rúa ourensana. Una narración como esta lleva consigo la obligación de hablarles en nombre propio -lo que Juan Donoso Cortés (Badajoz, 1809-Paris, 1853) llamó "satánico yo" y luego citaría con acierto Ramón de Mesonero Romanos (Madrid, 1803-1882) en Memorias de un setentón (Barcelona: Crítica; 2008)-. Es decir, que al recurrir a la memoria como fuente documental, de forma ineludible hay que apelar a la propia biografía y a la de las personas que nos rodearon y formaron parte de nuestra vida, desde el agradecimiento y cariño del que se hicieron acreedores. ¿Supone tal actitud exhibición personal? Es posible, pero frente a esa potencial crítica también tengo la certeza expresada de que reviviendo lo pasado algunos de mis convecinos de entonces han pasado un agradable rato.

Continuamos pues la visita y esta vez lo hacemos por el tramo sur (actual calle de Alejandro Outeiriño), lado derecho (acera de los pares), también partiendo de la calle del Progreso. Componían este lado de la calle tres edificios y un bajo, a los que ya me he referido (Faro Vigo, 27.07.2014). El primero de los inmuebles era la "Casa Fábrega", que abarcaba los portales 2 y 4, cuya primera y más extensa parte de sus bajos estaba ocupada por la farmacia, droguería y almacenes del boticario don Luis Fábrega Coello, ourensano ilustre y respetado, que había desempeñado una destacada actividad política como diputado, alcalde, y presidente de la Diputación. Don Luis, que en los años que analizamos ya había dejado la política y ejercía exclusivamente la profesión de farmacéutico, era muy considerado por sus convecinos y tengo en mi memoria su aspecto caballeroso, su servicial trato y su forma impecable en el vestir. En mi recuerdo están también dos de sus agradables y eficaces oficiales de farmacia, Matías y Pepe, que a la vez obraban como delegados de laboratorios farmacéuticos, algo habitual en aquel momento. También allí trabajaba en la administración Antonio Piñeiro, que años más tarde haría lo propio en la farmacia de su hijo. Más hacia arriba, los bajos estaban ocupados por una pequeña frutería, regentada por un matrimonio cuyos nombres no recuerdo, y la celebre lotería de Rafael de Sas Murias, a cuyo frente estaba su esposa Maruca. Eran estos los propietarios de una preciosa finca, "El Mirador", en el lugar denominado O salto do can -que al inicio debió ser O santo do can, en posible referencia a la presencia de una capilla dedicada a San Roque-, a la que se accedía por la hoy denominada Rampa de Sas. El matrimonio era muy querido y apreciado por la sociedad ourensana de entonces. Don Rafael, que era funcionario técnico de la Diputación, fue el primer presidente de honor del Colegio Oficial de Aparejadores de Galicia, al tiempo que un verdadero y reconocido prócer en su barrio del Couto. En la planta principal de está área de la casa se ubicaba la Delegación de Obras Públicas. Le seguía hacia arriba otro gran edificio de piedra, de bajo y dos plantas, con amplio portal y dos establecimientos a sus lados: a la derecha el Bar-Restaurante Lago y a su izquierda la Armería Lira. El Lago estaba regentado por Julio Martínez, que más adelante sería restaurador de fama en su Restaurante Sanmiguel, al que convirtió, en compañía de su hijo Santiago, en una referencia obligada de la hostelería gallega. Se decía, y era verdad, que muchos se paraban en Ourense, no para ver sus monumentos sino para comer en el Sanmiguel. En cuanto a la Lira, les remito a una reciente colaboración de Martínez Coello en este periódico (Faro de Vigo, 04.09.2014). En el primer piso del mismo edificio vivía la familia Olano y en la segunda los Pérez Colemán. Ambos linajes fueron y son muy acreditados en Ourense. Una construcción de planta baja, hoy derruida, se situaba a continuación, dedicada en su totalidad a un establecimiento, Lencería España, del que eran propietarios el matrimonio formado por Marina y Laureano. Era un comercio especializado, siempre bien abastecido e imprescindible en esa época, en la que lo preconfeccionado era prácticamente inexistente. La simpatía y la diligencia de ambos eran proverbiales y expresión de lo que deben ser unos buenos comerciantes. No tenía hijos y nos trataban con mucha paciencia y cariño a todos los niños de la zona, por lo que recíprocamente los estimábamos.

Finalmente rematando la acera derecha del tramo sur de "mi calle" se alzaba, y ahí sigue, el edificio de la familia Conde, proyectado y diseñado por su propietario, el destacado arquitecto don Manuel Conde Fidalgo. En él vivían don Manuel, sus hijos, sus nietos, sus hermanos y sus sobrinos. Los Conde eran y son gente de bien, que se hicieron querer por muchos, entre los que se cuenta mi propia familia. Ante la exigencia de sujetarme a lo que permite este artículo, quiero significarlos en la persona de su nieta Belén, la íntima amiga de mi hermana Marisa. Ambas eran buenísimas y se fueron antes de tiempo, en plena juventud. No acierto a dar razones, pero en el Cielo tenemos dos buenas valedoras. En la casa de los Conde también tenían su domicilio apreciadas familias como los Villanueva y los Perille. Una parte del entresuelo estaba dedicada al Colegio Oficial de Médicos y al mismo veía subir una y otra vez, apoyado en su bastón, al doctor César Saco. Asimismo, en el mismo inmueble de los Conde, tenía su casa y su consulta Leoncio Areal Herrera, todo un caballero y un magnífico pediatra -es decir justamente frente la consulta de mi padre, también pediatra-. Y para rematarlo, en la propia calle, en su zona norte, vivía otra buena persona y eficaz pediatra, Alberto Fábrega Santamaría, donde asimismo tenía su consulta. Es decir tres pediatras, Leoncio Areal Herrera, Alberto Fábrega Santamarina y Federico Martinón León abrieron su despacho en la misma calle ourensana y, en lugar de competir, se convirtieron en grandes amigos y colaboraron en muchos casos, cuando la medicina en equipo era una utopía. No fueron investigadores, no había investigación, pero destacaron por su capacidad de adaptar la mejor pediatría que había en el momento, la concebida e innovada por otros, y aplicarla a los niños de Ourense. Gracias a ello, en definitiva, se salvó la vida muchos niños. Su personalidad y su trabajo merecen ser glosados y lo haré.

"Mi calle" era de lo más tranquila, gracias a que la circulación era muy reducida, hasta el punto de que el tráfico estaba autorizado en ambas direcciones y se aparcaba a ambos lados, sin que se produjesen nunca atascos. Pocos eran los que tenían coches y sabíamos a quienes pertenecían. Eran habituales en nuestra rúa el elegante haiga azul claro -haiga era un término coloquial e irónico aceptado por la RAE ("automóvil muy grande y ostentoso") que proviene de los nuevos ricos de la posguerra en España, que a la hora de pedir un coche decían que querían "el coche más grande que haiga"-, creo que un Cadillac, de la marquesa de la Atalaya Bermejo (conocida como Angelita Varela), el Hispano Suizo ¿o quizás Ford? de Alfonso de Sas, el señorial auto negro de Manuel Conde Fidalgo, el Autounión del doctor José Luis Vázquez, el Topolino de Prada (el aparejador de Conde) y el pequeño Opel P4 de mi padre. Un poco más adelante se le sumarían el Citroen 11 del notario José Antonio Vázquez Miranda, el huevo-móvil Isetta de Manolito (el semieterno y siempre joven administrativo del Colegio Médico), el primer biscúter que llegó a Ourense, creo que de un empleado de La Región -corría entonces el bulo de que a Franco le entusiasmaba y pretendía cambiar sus planos por los del satélite Sputnik-, el Saab del arquitecto Manuel Conde Aldemira, dos Seat 600 de los Outeiriño y el nuevo Seat 1400 A de mi padre -cuya historia ya les conté (FARO DE VIGO, 27.11.2011)-. Tan reducido parque móvil nos permitía que la calle fuese expansión de nuestras casas y lugar de juegos en las horas no escolares. Cada día las esquinas de la calle con el Paseo eran tomadas por el carrito del caramelero Fernando, que se situaba delante del Bazar Ourense y vendía unos característicos caramelos en forma de llave. Frente a él, en la esquina de los Almacenes Román, durante todo el invierno se situaba la maquina castañera de uno de los Bujón y, durante el verano, un carrito de Helados la Ibense; delante de la casa de los Marquina colocaba su puesto de periódicos "el manco".

Mi calle fue, durante mucho tiempo, un auditorio improvisado. De forma habitual en tiempos de festejos y también de cuando en cuando, las bandas de música se situaban para dar sus conciertos, en el lado derecho del tramo norte, haciendo esquina con Paseo, con lo que hacían las delicias de cuantos por allí pasaban. Y todo un detalle, cuando algún vecino estaba de luto por la muerte cercana de un familiar, previo aviso al Concello, cambiaban su ubicación. A esta actuación musical segura, se sumaban las ocasionales de todas las bandas de música que actuaban en las fiestas y no dejaban de tocar una pieza ante el edificio de La Región, para asegurarse su presencia en los ecos de sociedad del periódico local.

Y lo que no podía faltar en una calle de entonces las figuras diarias del cartero durante el día y el sereno durante la noche. El primero avisaba mediante golpes de llamador (tantos como el número de pisos) y el segundo era llamado por palmadas. A ellos se sumaban las muchas personas que trabajando por cuenta propia daban sus prestaciones a domicilio: lecheras, rianxeiras, pescas, panaderos, lavanderas, fregonas, costureras y suministradores de hielo, leña y carbón. De todos ellos, con nombre propio y las anécdotas que protagonizaron -ustedes añadan las suyas propias-, hablaremos otro día para que compartan conmigo la célebre frase del argentino Víctor Montenegro: "Los hombres pasan, los recuerdos quedan, como quedan las obras de los que hacen algo".