Se celebra este año el centenario del nacimiento de Julián Marías (17 de junio de 1914). Quiero sumarme a esa evocación colectiva recordando la conferencia que dio en Vigo, en 1987, a la que tuve el placer de asistir. Fue con ocasión de un ciclo dedicado al cincuentenario de la muerte de Unamuno, dirigido por el profesor Xesús Alonso Montero. Los actos conmemorativos comenzaron el 1 de diciembre de 1986 con un recital de poemas de Unamuno a cargo de los actores Charo Soriano y Pepe Martín; siguieron luego, en días sucesivos, un vídeo sobre la vida y obra del rector salmantino y tres conferencias; en la primera, del propio Alonso Montero, se abordaba la etapa marxista de don Miguel; la segunda, impartida por Filgueira Valverde, se ocupaba de Unamuno y Galicia; y el 31 de enero de 1987 cerraba el ciclo Julián Marías, con una conferencia pronunciada en el Auditorio del Centro Cultural de la entonces Caja de Ahorros Municipal sobre "La figura viva de Miguel de Unamuno".

Son varias las facetas que se han destacado de la obra y personalidad de Marías: la de pensador, ensayista, incluso la de su bonhomía y su inquebrantable amor a la verdad; pero ha sobresalido también como magnífico conferenciante, y de la excelencia de sus cualidades quiero dar hoy testimonio.

Leí por vez primera a Marías cuando tenía 16 años; cursaba entonces el Preuniversitario y utilizaba su Historia de la Filosofía, como texto de apoyo para preparar la asignatura del mismo nombre. Por aquella época, tal vez algo después, cayó en mis manos El oficio del pensamiento (Biblioteca Nueva). Se trataba de una recopilación de artículos diversos; de entre ellos, recuerdo la impresión que me produjo el dedicado a Pedro Serrano, el Robinson español que naufragó entre Colombia y Cuba, en tiempos del Emperador Carlos V y cuya historia extraordinaria narró el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales. Aparte de algunos de sus ensayos, también leía con atención las críticas cinematográficas que Marías publicaba en La Gaceta Ilustrada¸ cuyo tratamiento me resultaba sugestivo, diferente de lo que escribían otros críticos de cine.

Pero volvamos al objeto de mi recuerdo, a la conferencia de enero de 1987. Cuando llego al Auditorio, me las arreglo para abordarle antes de empezar la conferencia y conseguir de él la firma de uno de sus libros; había escogido para la ocasión Acerca de Ortega, de la colección El alción (Revista de Occidente), que allá en los años setenta editaba en pequeños volúmenes de bolsillo la obra de Marías.

Como era de esperar, la conferencia había despertado interés y el patio de butacas pronto se llenó. En el centro del escenario, espera al conferenciante una mesa cubierta con faldillas de terciopelo rojo. Entra Julián Marías por la izquierda, se dirige hacia la mesa y toma asiento. Mira al público a través de unas gafas cuadradas de concha negra y empieza a hablar; lo primero que me sorprende es que no se ayuda de papel, nota o guión alguno. Pese a ello, su discurso es fluido, sin titubeos, ordenado en la exposición, claro en el decir, como si leyera un texto en un monitor invisible. A pesar de que no se vale de apunte alguno, nada suena a improvisación, sino a conocimiento extenso y profundo. Si hacía un excurso, una vez llegaba a su fin, volvía, sin fisura ni olvido, al punto donde había quedado y allí retomaba limpiamente la línea de su discurso.

He oído a lo largo de los años a muchos conferenciantes, algunos de ellos figuras relevantes de las letras y grandes juristas; mas no recuerdo que ninguno me hubiera impresionado del modo en que Julián Marías lo hizo. De la excelencia de sus cualidades como conferenciante, también dio razón Miguel Delibes, que, con motivo de su muerte, escribió: "?fue un orador completo, el continente y el contenido de sus discursos rimaba a la perfección sin necesidad de guiones ni notas complementarias."

A la salida del auditorio, y ya de vuelta a casa, a paso lento, como si de ese modo fuese a rumiar mejor la conferencia a la que acababa de asistir, me vino a la memoria la fotografía de un abarrotado teatro San Martín, en Buenos Aires, donde Marías, en 1971, daba una conferencia ante un público que, sentado y de pie, desbordaba su amplio aforo; era la imagen -y no la única, evidentemente- de su reconocimiento fuera de nuestras fronteras. Pensaba entonces en la funesta y dañina estulticia de la España oficial que le dio la espalda; aún más, le persiguió política y académicamente, probablemente porque no le perdonó su colaboración y amistad con Besteiro. Sufrió cárcel, la hostilidad del régimen y la traición mezquina del amigo. No fue sumiso, como otros, ni hombre-junco, como tantos, sino hombre-tronco, como muy pocos; mantuvo su dignidad y la fidelidad a sus principios sin concesión ni claudicación. Su hijo, Javier Marías, lamentó en alguna ocasión que esa España oficial fuera "tacaña y cicatera" con su padre. Le negaron el pan y el agua académicos, pero los insensatos y sátrapas no pudieron impedir que él fuera maestro en la plaza pública, en los periódicos, en los foros donde pronunció conferencias, en universidades extranjeras; en todas partes enseñó a amar y a cultivar el pensamiento y la filosofía, eso que, según Ortega, "no sirve para nada... solamente para vivir". Y él, Julián Marías, lo hizo con ejemplar hondura.