El diccionario de la RAE dice que un símbolo es una "representación sensorialmente perceptible de una realidad, en virtud de rasgos que se asocian con esta por una convención socialmente aceptada". Los hay universales como la cruz, locales como las pelucas que en algunos países personifican la dignidad de la Justicia y esotéricos como los masónicos. El Tío Sam representa a los Estados Unidos, la Gran Muralla a China y la basílica de la Sagrada Familia a España. Las posibilidades son ilimitadas y estos días se han prodigado mucho como consecuencia de la proclamación de Felipe VI como rey, en sí mismo símbolo de la unidad de la nación española, que pudo jurar o prometer y hacerlo ante la Constitución o la Biblia, o que ha cambiado el cuadro que preside su despacho. Nada es inocente, todo tiene un significado, como lo tiene el que haya una infanta de España imputada.

Pero hoy quiero referirme a las banderas e himnos que llenan estos días el Mundial de fútbol en Brasil. Hay gente que se dedica a estudiar banderas, una ciencia conocida como vexilología. En realidad hay gente para todo, como le dijo el Guerra, que era torero, a Ortega y Gasset cuando este le explicaba que era filósofo. Tenía razón. Las banderas tienen su propia simbología en los colores y motivos elegidos y así la bandera europea tiene doce estrellas porque se adoptó cuando éramos doce socios sin que ese número haya cambiado al ampliarse a 28 los estados miembros. En cambio los americanos añaden una estrella por cada Estado, empezaron con trece por las trece colonias y hoy su bandera ya tiene cincuenta tras la entrada de Hawaii en la Unión. Pero mantiene las trece rayas. La enseña francesa recuerda los colores de la escarapela revolucionaria y la británica conjuga las cruces de San Jorge (Inglaterra), San Andrés (Escocia) y San Patricio (Irlanda del Norte). Se les quedó fuera Gales. Otros ponen constelaciones (Australia) o leyendas coránicas (Arabia Saudi). Nuestra bandera tiene menos simbolismo y más sentido práctico. La adoptó Carlos III buscando aquella combinación de colores que permitiera a nuestros marinos saber lo antes posible si los que se acercaban eran amigos o enemigos, como diría Gila, y para eso el rojo y el amarillo son imbatibles. Se inspiró probablemente en los mercaderes catalanes que desde el siglo XII paseaban por el Mediterráneo las barras de Aragón.

Lo de los himnos es otra cosa porque su letra suele estar impregnada de ese nacionalismo ñoño y paleto del siglo XIX que parece imposible recitar hoy sin sonrojarse hasta la coronilla. El himno francés amedrenta con quienes vienen a degollar a nuestros hijos, el uruguayo amenaza con un "tiranos temblad" y el brasileño tiene una letra tan enrevesada que parece imposible que futbolistas y aficionados puedan cantarlo y llorar al mismo tiempo. Se dice que algunos equipos empiezan a ganar sus partidos antes de poner la pelota en juego, como los mexicanos que según un periodista cantan su himno como "un grito de guerra" o los uruguayos que para el seleccionador italiano "tienen un sentimiento patriótico que nosotros no tenemos como nación". Ganó Uruguay.

Los europeos tenemos demasiadas tragedias sobre nuestras espaldas causadas por nacionalismos con banderas e himnos como como para cultivar hoy sentimientos patrióticos que diluye la propia existencia de un proceso de integración europeo. En todo caso, nuestro himno no tiene letra y eso puede quitarnos ardor combativo pero también nos evita decir muchas tonterías y en cuanto a la bandera, ni la ponemos en la puerta de casa como los americanos ni decoramos con ella calzoncillos como los ingleses. Un término medio. Tampoco hacemos que los escolares la saluden antes de entrar en clase (Perú) ni montamos números como el de los americanos cuando se ofendieron porque Rodríguez Zapatero no se había levantado a su paso aquel 12 de octubre de 2004. Bush estuvo ocho años sin hablarle. En la excelente serie de televisión The West Wing, de Aaron Sorkin, se organiza la marimorena cuando un mago hace un truco y quema la bandera americana.

Banderas e himnos muestran la unión de un pueblo pero ambos no son la causa sino la consecuencia de esa unión, que nos refuerza ante nosotros mismos y también ante otras colectividades. En España hemos descentralizado también el patriotismo como tantas otras cosas, a veces pitamos el himno como también hacen los beurs argelinos con la Marsellesa y en lugar de una bandera tenemos 1+17 pero confieso que me gusta ver a nuestros futbolistas ganar o perder a los sones de la Marcha de granaderos y con la bandera nacional agitada por millares de hinchas con atuendos estrafalarios y caras pintarrajeadas que no quieren hacer política ni arrojar esos símbolos a la cara de nadie porque se limitan a exhibirlos con alegría y con orgullo.

Pensamos que el mundo ha cambiado, que somos ciudadanos de Europa y del mundo... hasta que nos sale la tribu que llevamos dentro y nos hace festejar o llorar como propias las victorias y derrotas de los futbolistas del terruño. En esto no hemos evolucionado, lo mismo sentían los griegos en las Olimpiadas, los azules y verdes de las carreras de cuádrigas en Constantinopla, los aztecas en los juegos de pelota o los participantes medievales en el Palio de Siena... Por eso hizo bien la selección nacional al vestirse de negro en su último partido en Brasil. Todo un símbolo.