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Daniel Capó FdV

Mundiales

El fútbol es un fenómeno planetario que marca la agenda política. En 1954, la derrota del equipo húngaro en la final de Berna frente a Alemania provocó revueltas populares que terminaron dos años después con la intervención del Ejército soviético

La infancia y la memoria se hermosean a menudo con el sfumato del mito. El primer Mundial que guardo en mi retina fue el de España en 1982. Recuerdo a mi abuelo, que trabajaba de periodista deportivo para un medio sueco, tomando notas en su cuaderno de hojas blancas. Recuerdo el espeso olor a Nivea de los alemanes y la perfección militar de su fútbol. Recuerdo a los abanderados de cada país: Michel Platini, Karl-Heinz Rummenigge, Oleg Blokhin, Zbigniew Boniek... Recuerdo la imagen de un político italiano, Sandro Pertini, en el palco de la final, al goleador Paolo Rossi y al veterano guardameta Dino Zoff. Recuerdo el juego espectacular de Brasil -sin duda, el mejor equipo del campeonato- con un mediocampo estelar que reunía a Zico, a Toninho Cerezo y a Sócrates. Por contraste, la media española -Perico Alonso, Víctor Muñoz, Jesús Mari Zamora- reflejaba tan solo el esfuerzo del pundonor. Camacho jugaba en el lateral derecho y el bético Gordillo recorría el carril izquierdo, con Arconada protegiendo la portería. Eran los años en que la cantera vasca dominaba la Liga y la Ley Bosman todavía no regía en los campeonatos. España no era Europa -al menos, no del todo-, sino un país frágil y joven que salía de la dictadura y descubría rápidamente la frescura de la libertad. Ganaron los italianos con su fútbol pesado y efectivo, anclado en el catenaccio. El siguiente Mundial, México 1986, fue el del gol de Maradona, "la mano de Dios", la Quinta del Buitre -esa gran goleada frente a Dinamarca- y la dolorosa derrota ante los belgas, capitaneados por Jean-Marie Pfaff. En Italia 1990, el protagonismo se lo llevaron tres tenores -Carreras, Domingo, Pavarotti- con un recital que inauguró la experiencia pop de la ópera. Lo curioso es que, a medida que me alejo de mi niñez, voy recordando cada vez menos: los fracasos de Clemente y de Camacho, la nariz rota de Luis Enrique, la caída en desgracia de Maradona, el gol de Iniesta y la celebración de la Copa en Sudáfrica.

El fútbol es un fenómeno planetario que marca la agenda política. Tal vez haya sido siempre así. En 1954, la derrota del equipo húngaro -probablemente el mejor de la historia- en la final de Berna frente a Alemania provocó revueltas populares en las calles de Budapest, que terminaron dos años después con la intervención del Ejército soviético. En Cataluña, el Barça es más que un club y, durante el franquismo, el régimen alardeaba de las cinco copas del Real Madrid. La evolución del deporte nos permite también trazar un retrato de la transformación de un país. De Perico Delgado a Miguel Indurain -por hablar de ciclismo-, España ha pasado del genio singular del segoviano al rendimiento industrial del navarro. Un ejemplo mejor son los deportes de club, donde el tradicional individualismo patrio había impedido el lucimiento del conjunto. En el fútbol, el cambio lo introdujo Johan Cruyff, que innovó en las tácticas y desarrolló una escuela moderna de futbolistas en La Masia, perfeccionada por sus sucesores. En baloncesto, el modelo fueron EE UU y la desinhibición de los jugadores, que habían perdido el miedo a la derrota. En tenis, la racha de triunfos en Roland Garros desde los tiempos de Sergi Bruguera no puede ser casual. Cabe pensar que la puesta al día en los métodos de entrenamiento y el reset competitivo que supuso la aplicación de la Ley Bosman explican en gran medida la mejora en el rendimiento de los deportistas españoles. Los Juegos Olímpicos de 1992 propiciaron cuantiosas inversiones en equipamientos de base, además de becas para los mejores. Como no hay día sin su dosis de corrupción, tampoco han escaseado las acusaciones de dopaje contra nuestros deportistas. Al igual que sucede con el país, la modernización fue rápida e imperfecta, exitosa y frágil. La derrota por 5 a 1 contra Holanda nos recuerda que los ciclos terminan, pero también que estas son etapas por las que pasan todos los equipos. El catastrofismo resulta tan nocivo como el inmovilismo. Meritocracia y competencia, apertura al exterior y metodologías actualizadas: de 1982 a hoy la evolución ha sido evidente.

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