La monarquía está adherida al mito y eso la distingue de otras formas de Jefatura de Estado. En ese mito -piensen ustedes en el mundo antiguo- los rivales del monarca eran sus nobles y el pueblo sufría las embestidas de unos u otros en nombre del rey, o de un pretendiente. En España, distintos reyes establecieron sus alianzas con la sociedad sobre la que reinaban y no necesariamente con sus principales. Y el mismo Alfonso XIII -un rey frívolo en sus maneras políticas- pudo contemplar cómo muchos de sus fieles le dejaban solo frente al exilio. Siempre se ha dicho que nuestro Rey tomó buena nota del abandono y que por eso rehusó a tejer una corte a su alrededor. No solo eso: también tomó nota de aquella frivolidad política de su abuelo y anduvo muy cauto para no repetirla.

El lunes, solo como están aquellos que encarnan los mitos, le entregó al presidente de Gobierno su carta de abdicación. Una fotografía de este momento histórico figuró en la portada de todos los periódicos. En esa fotografía había dos cosas palpables: la ceremonia de un sacrificio y un mensaje. Si fuéramos japoneses hablaríamos de hara-kiri o de sepukku y no exageraríamos, tratándose de un rey de la escuela de los reyes que mueren con la corona sobre su cabeza.

Pero además de esa renuncia, impensable hasta el día de ayer, en aquella fotografía había, ya lo he dicho, un mensaje. Eran tres fotos más, situadas en el estante de la librería que hay junto a la mesa del despacho del Rey. De esas fotos, dos eran en color y una en blanco y negro. Me pasé un rato descifrándolas. La primera era el retrato de un hombre del pasado: Torcuato Fernández-Miranda, el hombre que supo tejer con las leyes franquistas el desmantelamiento del franquismo y favorecer la Transición. La segunda era la de don Juan de Borbón, el Rey que no reinó, el Rey que tardó en traspasar sus derechos a la corona a su hijo, el padre de nuestro Rey Don Juan Carlos y el hijo del Rey que tuvo que exiliarse en Roma. La tercera era la del Príncipe Felipe de Borbón -pronto Felipe VI de España- junto a su mujer.

Las dos primeras fotos nos hablaban del propio pasado-político y familiar- del Rey. La tercera de su futuro. Pero si todas tenían la misma importancia en el acto de ayer, era la primera, la fotografía en blanco y negro, la que hablaba de lo que se ponía en marcha con la abdicación real: una segunda Transición. Sin la primera -tan denostada hoy por la mayoría de los que no la conocieron- muchos no habríamos sabido que aquel Rey que no queríamos iba a ser -y ha sido- nuestro Rey. Sin la segunda -anunciada por Don Juan Carlos en su fotografía-, tampoco nadie llegaría a conocer el fuste real -la naturaleza monárquica, es decir, institucional, y su habilidad para reinar- del ahora y por poco tiempo Príncipe Felipe. Le preceden dos sacrificios: el de Don Juan hace años y el de su padre ahora. En términos mitológicos ambos sacrificios le han de ser favorables.

Pero vuelvo al Rey y a su abdicación: quien diga que lo sospechaba o se lo venía venir, miente. Los que hemos vivido el período democrático más largo en la historia moderna de España sabemos que no es costumbre de ninguna Casa Real moverse por encuestas; su poder -metafórico como el de todos los mitos- viene de otra parte. Y Don Juan Carlos demostró -cuando nadie daba un duro por él- que esa otra parte podía modernizarse y con ella modernizar el país entero. Así ocurrió en sus días mejores, aunque ahora pueda no parecerlo y oigamos cantos de sirena aquí y allá -por cierto, las sirenas, otros personajes de la mitología que conducen al naufragio y el desastre- diciendo y augurando y clamando sobre o contra lo que no vivieron. Pero no hablaré aquí de reacciones políticas porque hoy corresponde hablar de ventanas altas y no de ventanucos de sótano.

*Escritor