En La sociedad de la transparencia (ed. Herder), el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han se plantea si la desnudez integral de la intimidad no nos conduce al totalitarismo. Se trata de un temor que, como mínimo, remite a las visiones del más grande escritor político del pasado siglo, George Orwell, y a su aciaga profecía de un gran hermano que controlaría completamente la sociedad. Los avances tecnológicos han hecho posible aquello que antes pasaba por ser una fantasía de la ciencia-ficción: el dominio sobre nuestros actos privados. A diario, los principales buscadores de Internet recopilan millones de datos acerca de las filias y fobias de los usuarios, los relacionan estadísticamente y buscan patrones de conducta significativos.

En lugar de las encuestas al uso, costosas e inexactas, el margen de error de los análisis cuantitativos es relativamente bajo. Así, un programa informático permite seguir con suficiente precisión el desarrollo de cualquier epidemia infecciosa -una gripe, por ejemplo- o se puede deducir la tendencia de voto a partir de las búsquedas online sobre uno u otro candidato. Más preocupante, sin duda, resulta el uso de los datos personales. Las fotografías que compartimos en las redes sociales son etiquetadas con facilidad, posibilitando el rastreo de nuestra imagen. El GPS incorporado a los teléfonos registra nuestros pasos. Nuevos programas de sowftware intentan detectar a tiempo real las caídas en el rendimiento de los trabajadores. A partir de las huellas digitales que vamos dejando, día a día, cabe deducir nuestro perfil ideológico, creencias religiosas, aficiones y pasiones ocultas. Al igual que hacía la Inquisición con la temible probatio diabolica, poner trabas a la transparencia será interpretado en clave de culpabilidad ya que si uno oculta algo es porque algún interés tendrá.

De este modo, consultando los listados públicos, calibraremos el porcentaje de aciertos de un cirujano en particular, los juicios ganados por un letrado o las tasas de infección hospitalaria en cualquier clínica. La estadística nos ofrecerá una rápida lectura económica: los mejores adquirirán un estatus de élite que les permitirá cobrar más, mientras que los que se nieguen al striptease de sus resultados se convertirán en el blanco de las sospechas. Nada nuevo pues, ya en el siglo XIV, el temido inquisidor catalán Nicolau Aymerich sostuvo que el hombre es culpable por naturaleza. Y quizá tenga razón.

Evidentemente, el argumento de la transparencia choca con la necesidad de preservar la intimidad de los ciudadanos. Una reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea acaba de avalar el obligado "derecho al olvido". La pregunta es obvia, ¿hasta qué punto un error cometido hace décadas puede condicionar nuestra imagen pública? ¿Qué valor real tienen las bravatas de un adolescente o sus meteduras de pata, ya sea en internet o en la vida real, años después? Si para levantarse hay que caer primero y para crecer equivocarse, la exigencia de la perfección estrecha las potencialidades de una sociedad y las limita a lo previsible.

Distinguir entre lo relevante y lo irrelevante resulta importante. No es preciso borrar el pasado de un político -más bien al contrario-, pero sí evitar que se convierta en pública la biografía de una persona anónima. En este sentido, las leyes y la justicia deben marcar un camino que pase por extremar la vigilancia sobre los poderes y a la vez proteger los derechos de los ciudadanos. Lo contrario sería regalarle a las elites el control de la libertad para convertirnos en guiñoles de una cultura narcisista.