Opinión | personas, casos y cosas de ayer y de hoy

FEDERICO MARTINÓN SÁNCHEZ

La búsqueda de la belleza

Crispin Gallagher Sartwell (Washington, DC, 1958) es un profesor de filosofía y periodista que se autocalifica como "anarquista individualista" y que ejerce en la actualidad como miembro de la universidad de Dickinson (Carlisle, Pensilvania). Entre su extensa, leída y discutida bibliografía, está el libro Los seis nombres de la belleza (Madrid: Alizanza Editorial; 2013). El autor parte de seis palabras de seis culturas diferentes -beauty del inglés, objeto del deseo; yapha, del hebreo, esplendor; sundara, del sánscrito, santidad; to kalón, del griego, ideal; wabi-sabi, del japonés, imperfección; y hazha, del navajo, armonía- para analizar las distintas formas de percibir la belleza en cada dimensión histórica, cultura y sociedad. Todo el texto huye de los términos especializados de la filosofía y de modo sencillo parte del principio de que la belleza está en el objeto observado, en los ojos del que lo mira y en la situación en que se produce. Dicho de otro modo, concedemos belleza a los objetos y estos nos la confieren a nosotros en colaboración con el mundo. En definitiva, de una manera general y abierta, la belleza puede descubrirse en muchas cosas, espirituales o terrenales, incluso imperfectas, lo que no excluye que existan otras muchas que no nos gusten en absoluto e incluso sean verdaderos obstáculos que nos causan dolor. Tales afirmaciones me llevaron a recordar un libro ya alojado en la trastienda de mi memoria, Historia de las cosas (Madrid: Ediciones del Prado; 1995), del que es autor Pancracio Celdrán Gomáriz (Murcia, 1942), periodista y escritor que desarrolló su actividad académica, sobre historia y literatura, en universidades estadounidenses y de Medio Oriente. Como periodista su mayor labor la ejerció en la radio y fruto de ella es el libro citado, apostrofado con la frase: "Breves crónicas de cómo nacieron, y echaron raíces entre nosotros, tantas cosas 'corrientes' que usamos cada día y hacen nuestra vida más llevadera". En este mundo de hoy, al igual que el de ayer, hay eruditos y hay ignaros, según oportunidad y esfuerzo, pero casi todos tienen alguna cosa que tiene su particular historia y forma parte de su propia vida, en tal grado, que debería convertirse en obligatorio que cuando los ancianos no puedan continuar en su propio hogar, el traslado incluyese al longevo y sus "cosas bellas". No hacerlo es una crueldad porque ninguna referencia es mejor cuando los recuerdos pesan más que las esperanzas. A los dos libros citados sumaría las aportaciones realizadas por la doctora farmacéutica Ana Aliaga a la historia de la cosmetología.

Afirma Sartwell que la tríada de valores clásicos eternos consiste en verdad, bondad y belleza. La verdad está en la fe, que equivale a la aceptación de lo que creemos como verdadero. La bondad es decidir una forma de actuar, la mejor. Y la belleza es encontrar hermoso lo que deseamos, persona o cosa. Platón definió el amor como "deseo despertado por la belleza", deseo solo sin belleza sería pasión animal, hasta el límite de que en su obra El banquete expone que la belleza que poseen las personas atractivas es la de la verdad suprema. Sin embargo, los profesionales de la estética y la cosmética han demostrado en todas las épocas, desde la legendaria Nefertiti hasta la actual Scarlett Johansson, que la belleza puede crearse a la carta sobre un armazón adecuado. Es decir, que tal como analiza el autor, si Platón afirmó que la belleza perseguía la verdad, los esteticistas, los peluqueros, los cirujanos plásticos, los modistos, los fotógrafos y demás especialistas lo desmienten mediante la modificación de la apariencia y la proyección en imágenes que podrían calificarse de belleza imposible y al tiempo inalcanzable. Se crean modelos y artistas universales, que se presume que todos desean o cuyos rasgos quisiesen poseer.

Con la finalidad de mostrar una apariencia idealizada surgieron los cosméticos (también denominados maquillaje), cuya historia tiene ocho mil años. Al parecer todo empezó como una práctica religiosa, asociada a ritos guerreros o simplemente a la higiene y al embellecimiento. En la actualidad, la Administración de Alimentos y Medicamento (FDA) de EEUU define a los cosméticos como "sustancias destinadas a ser aplicadas al cuerpo humano para limpiar, embellecer o alterar la apariencia sin afectar la estructura del cuerpo o sus funciones". Por lo general son mezclas de compuestos químicos, unos naturales y otros sintéticos. El Reglamento Europeo 1223/2009 los determina como: toda sustancia o mezcla destinada a ser puesta en contacto con las partes superficiales del cuerpo humano (epidermis, sistema piloso y capilar, uñas, labios y órganos genitales externos) o con los dientes y las mucosas bucales, con el fin exclusivo o principal de limpiarlos, perfumarlos, modificar su aspecto y protegerlos. En la prehistoria se constató el uso de pastas coloreadas a base de materiales extraídos de plantas, animales o minerales, que incluso pudieron ser utilizados para proteger el cuerpo del sol. Los primeros datos del empleo de cosméticos se encontraron en el Antiguo Egipto, aproximadamente 4000 aC, según la información obtenida de las narraciones del historiador griego Heródoto de Halicarsano (484 a 425 aC) y las identificaciones del Centro de Investigación y Restauración de los Museos de Francia, que pusieron en evidencia una gran riqueza y variedad de productos cosméticos y perfumes. Hombres y mujeres egipcios utilizaron pigmentos rojos en labios y mejillas, perfilaron sus cejas, maquillaron sus ojos, cuidaron y tiñeron los cabellos, al igual que emplearon productos para el cuidado de la piel y la higiene corporal, así como desodorantes. Para ellos el maquillaje tenía una dimensión sagrada y era expresión de la unión de los humanos con los dioses, mientras que "el símbolo de los perfumes era purificar o disipar olores y apertura de la puerta al más allá". El equipo funerario incluía todas estas sustancias, así como equipos depilatorios para suprimir el pelo, al que se consideraba impuro. El arqueólogo inglés Howard Carter pudo comprobar, en 1922 cuando abrió la tumba de Tutankamón (1336/5 a 1327/5 aC), que el equipo de este notable faraón incluía 350 litros de perfumes y ungüentos que todavía conservaban sus fragancia, pese a los más de tres mil años pasados. Durante los siglos I y II dC, circuló un manual de cosmética, cuya autoría se atribuyó a Cleopatra, que recogía cientos de recetas y remedios para todo lo relacionado con la piel.

Griegos y romanos siguieron prácticas para embellecerse y de hecho Galeno diseñó la primera fórmula de la crema que hoy conocemos como la cold cream. En la Edad Media, por posible influencia del cristianismo, decayó el uso de los cosméticos, en contraposición al mundo musulmán que sí los utilizaba, enriquecidos con esencias de fuertes aromas. Mientras tanto, en los conventos guardaban fórmulas cosméticas como la conocida Hildegarda de Bingen o la acqua mirabilis, precedente de la actual agua de colonia. Ya en el Renacimiento, marcado por la magnificencia y el oropel, se incrementó su consumo. Son épocas en que la falta de higiene condiciona malos olores que se trataban de ocultar con perfumes de diversos ingredientes. En el siglo XVII, con el afán de aparentar virginidad, las mujeres decoloraban sus cabellos con lejía y blanqueaban la cara, escote y manos con sublimado corrosivo (soliman). Ya en el siglo XVII vendría la "fiebre del colorete" (en España el llamado "color de Granada") en las mejillas, que contrastaba con la piel blanqueada por la harina de arroz. Además pintaban lunares en cara y espalda.

La práctica de la cosmética para realzar la belleza llevaba riesgos de envenenamiento, ya que muchos de los ingredientes de los productos utilizados eran nocivos para la salud. Ejemplos muy notorios de alta toxicidad fueron el blanqueo del rostro mediante precipitados de bismuto o de plomo y el colorete con el minio, el plomo, el azufre o el mercurio.

A todos estos cosméticos se añadiría el pintalabios con jugo de uva negra y pasta de orcaneta, que no dejaba huella al besar. Ya en el siglo XX aparece un lápiz de labios eficaz, en concreto, en 1926, Paul Baudecroux creó, a requerimiento de una amiga, un carmín indeleble, llamado beso rojo (rouge baiser), que sí dejaba huella de los labios femeninos, "el colorido breve y fugaz del amor". Al pintalabios le seguirían un sinfín de productos para la belleza, sometidos a cosmetovigilancia según la normativa de la Colipa (The European Cosmetic Toletry and Perfumery Association) y en España desde 1998 por la Vocalía Nacional de Dermofarmacia del Consejo General de Farmacéuticos (COF), que junto con la Academia Española de Dermatología, evalúan los efectos no deseados, es decir, aplican lo dicho por Hipócrates: "Permite conocer para no perjudicar". La finalidad es que las personas que lo deseen puedan aplicar, con seguridad y sin riesgos, productos de belleza con los que a la vez se sientan mejor y más seguros.

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