Jeremy Andrew Wakefield, un médico británico nacido en 1957, pasará a la historia de la medicina como un gran farsante debido a su investigación fraudulenta sobre una posible relación entre la administración la vacunación "trivírica" -vacuna para prevenir el sarampión, las paperas y la rubeola- y la aparición de autismo y enfermedad inflamatoria intestinal. La posterior publicación, en el año 1998, de los supuestos resultados de su investigación en The Lancet -una de las más prestigiosas revistas de Medicina- y la amplia difusión que él mismo realizó de su "deshonesto e irresponsable" trabajo, desencadenaron una corriente de pánico que provocó un importantísimo descenso en el número de vacunaciones, cifrado en miles de niños de todo el mundo y, como consecuencia, un incremento dramático del número de enfermos de sarampión, sus graves complicaciones y muertes. A España llegó también su nefasta influencia y en algunas comunidades -Andalucía, Cataluña y Canarias- disminuyó el porcentaje de vacunaciones y surgieron brotes de sarampión, dando lugar a miles de nuevos casos de una enfermedad seria y prácticamente olvidada gracias a la vacunación. Cabe resaltar el registrado en Granada, no solo porque alcanzó a unos 50 niños, sino también por el hecho de que motivó que un juez, alegando una justa y acertada defensa de la sanidad pública, ordenase la vacunación forzada de 35 niños de un colegio a los que sus padres se negaban a vacunar. El supuesto daño de la vacuna, esgrimido por Wakefield, se relacionaba con un conservante del preparado, el thiomersal. Esta sustancia se utilizaba para evitar su contaminación y contenía mercurio, si bien en una cantidad muy reducida, por lo que no causaba daño y, en cualquier caso, para evitar problemas fue retirada de su fabricación.

Cuatro años después de la publicación de Wakefield, ningún investigador pudo confirmar ni replicar sus resultados; no obstante, sus datos ya habían calado en todo el mundo. Por fin, en el año 2003, el periodista Brian Deer inició una investigación, cuyo desarrollo le duró cinco años (The MMR -autism fraud- our story so far), en la que pudo demostrar que el estudio de Wakefield era un fraude. Además de no seguir los estándares éticos exigidos y de basarse en una muestra muy pequeña -solamente doce niños-, se habían cambiado los datos de los pacientes, entre otras trasgresiones intencionadas: cinco tenían problemas del desarrollo ya antes de la vacunación, mientras el autor decía que estaban todos sanos, y solamente a uno se le confirmó autismo regresivo, en lugar de nueve como él informaba. Asimismo se demostró un flagrante conflicto de intereses: los pacientes fueron seleccionados por medio de grupos antivacunación y el estudio fue financiado por los padres de los hijos que se creían afectados por las vacunas y por los abogados que pretendían demandar a los laboratorios fabricantes.

El Colegio General Médico (GMC) británico comprobó que se habían falseado los datos y que los niños habían sido sometidos a pruebas innecesarias y consideradas de riesgo como colonoscopías y punciones lumbares, sin autorización de sus padres, por lo que le retiró el permiso para ejercer como médico en el Reino Unido.

Pero hubo que esperar hasta febrero de 2010 para que The Lancet se retractase y rechazase públicamente el ensayo. Ante ello me planteo una pregunta: ¿Cómo es posible que al consejo editorial de una revista de tanto prestigio se le colara un trabajo como este? Fue con seguridad el tributo a la confidencialidad de la información. Richard Horton, editor de la revista, declaró a The Times: "Nunca debimos publicar este artículo. Fue un error grave". Posteriormente, desde enero de 2011, la revista British Medical Journal (BMJ) publicó una serie de trabajos sobre las manipulaciones de Wakefield para obtener los resultados que buscaba y calificó el trabajo de "fraude planificado", atribuyéndole a su difusión e influencia el descenso de las cifras de vacunación y sus fatídicas consecuencias.

A pesar de todo Wakefield sigue aún hoy defendiendo sus investigaciones y conclusiones y afirma que no hubo fraude, engaño o afán de lucro. Y, lo que es peor y por increíble que parezca, Wakefield continúa en el ejercicio profesional en los Estados Unidos, al tiempo que dirige un centro de autismo.

Roald Dahl (Cardiff, 1916-Oxford, 1990), fue un famosísimo autor de cuentos para niños y adultos. A algunos puede no sonarle su nombre, pero sí sus obras. Raro será el que, entre otras, no haya leído: Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda, Las Brujas, Relato de lo inesperado o James y el melocotón gigante. Sin embargo, no lo cito aquí por sus obras, sino por su relación o la de sus familiares con cuestiones de salud. Cuando Roald tenía cuatro años, su hermana de siete murió de apendicitis. Sólo unas semanas más tarde su padre murió de neumonía. A los ocho años, el y sus amigos fueron brutalmente bastoneados por el director de su colegio, debido a una trastada inocente. Ya adulto y casado, fue padre de dos hijas y un hijo. En 1960, su hijo varón, el menor de los tres, fue atropellado, sufriendo graves lesiones que le produjeron hidrocefalia, lo que le llevó a involucrarse en el desarrollo de una válvula para aliviar esta afección. Dos años más tarde, en 1962, su hija Olivia falleció tras contagiarse de sarampión, lo que le indujo en 1986 a escribir una carta en defensa de las vacunas (cuya traducción tomo del blog http://www.escepticos.es/node/933 y se inicia así: Olivia, mi hija mayor, cogió el sarampión cuando tenía 7 años. En tanto la enfermedad seguía su curso habitual recuerdo leerle a menudo mientras estaba en cama y no sentirme particularmente alarmado. Una mañana, mientras se encontraba bien camino de recuperarse, estaba sentado en su cama mostrándole cómo crear animalitos con escobillas limpiadoras de colores, y cuando le tocaba el turno a ella de hacer uno, me di cuenta de que sus dedos y su mente no estaban coordinados y que no podía hacer nada."¿Te encuentras bien?" Le pregunté. "Tengo sueño", me contestó. Una hora después estaba inconsciente. Doce horas más tarde estaba muerta.

Y sigue con argumentos convincentes sobre la necesidad de la vacuna antisarampión de los que solamente, por razón de espacio, podemos extraer algunos: Por otra parte, hay algo que los padres pueden hacer para asegurarse que este tipo de tragedia no les ocurra a sus hijos. Pueden insistir en que sus hijos sean inmunizados contra el sarampión. Yo no pude hacerlo por Olivia en 1962 porque en aquella época no se había descubierto aún una vacuna efectiva contra el sarampión. Hoy existe al alcance de todas las familias una vacuna segura y eficaz y lo único que tienes que hacer es pedirle a tu médico que la administre.? Es casi un crimen permitir que tus hijos no estén vacunados.

Las vacunas, como cualquier procedimiento profiláctico y terapéutico, tienen riesgos. Nadie lo niega, pero la decisión de aceptar una vacuna se toma evaluando riesgos y beneficios y a ningún medicamento se le exigen tantas pruebas de seguridad y eficacia como a las vacunas. En nuestro anterior artículo en Faro de Vigo sobre inmunizaciones ya nos habíamos referido a las verdades y mentiras que sobre las vacunas han sustentado hombres buenos o malos, sabios o ignorantes, bien o mal intencionados, en el largo camino que transcurre desde su descubrimiento hasta su aplicación. Entre los malos hoy me he centrado en el perverso Wakefield, pero hay otros muchos que, sin conocimientos sólidos, sin base científica alguna, sin ningún dato, ni ninguna prueba, afirman que las vacunas provocan graves problemas para la salud. Entre los buenos ya he citado a Dahl, pero también quiero mencionar a aquellos con los que he estado o estoy más vinculado. Uno de ellos fue el pediatra canario y querido amigo, compañero y paisano de mi padre, Antonio Arbelo Curbelo, que vino a Ourense en varias ocasiones para, en la Academia Médica Ourensana, impartir lecciones llenas de sabiduría sobre temas neurálgicos pero áridos, que él hacía atractivos gracias a su exposición cálida y colorista. Pues bien, Arbelo, además de ser un gran pediatra y un clínico clásico, publicó en los años 60 y 70 sucesivas ediciones del libro que denominó Pediatría Preventiva antiinfecciosa en España, que constituyó una obra básica de referencia para el conocimiento de las profilaxis de las infecciones en edad pediátrica; era un equivalente español del imprescindible y nunca suficientemente ponderado Libro Rojo de la Academia Americana de Pediatría. En alguna de las publicaciones de Arbelo colaboró de forma eficaz mi hermano, el catedrátrico de Pediatría José María Martinón, que tuvo y tiene una especial dedicación a los temas de pediatría social y preventiva. Las monografías Arbelo no serían sustituidas hasta muchos años después por los llamados Manuales de Vacunas en Pediatría, editados por la Asociación Española de Pediatría y claves en nuestro quehacer diario. Tampoco puedo silenciar, aunque me tachen de inmodesto, a mi hijo Federico Martinón Torres, que en unión del también ourensano Antonio Salas Ellacuriaga, coordina y lidera la Unidad de Investigación en Vacunas, dentro del grupo de investigación GENVIP (www.genvip.org), del Instituto de Investigación Sanitaria de Santiago. En el grupo trabajan en el desarrollo clínico de múltiples vacunas, centralizando una importante proporción de los ensayos de vacunas pediátricas de fase 1 a 3 en España y Europa contra enfermedades como el meningococo B, gripe, neumococo, virus respiratorio sincitial o virus papiloma humano. Asimismo investigan en el concepto de la vacunómica, la ciencia que llevará a la vacunación predictiva e individualizada en un futuro no muy lejano.

El caso Wakefield no debería repetirse, puesto que se ha pagado un precio muy caro y sin vuelta atrás para los que sufrieron sus consecuencias. Existen países, como es el caso de Australia, que han tomado medidas contra los daños que en salud estas actitudes provocan. En España tenemos el precedente del juez granadino, pero también de otras medidas, como la decisión de la Generalitat de Cataluña de hacer firmar a los padres que no quieran vacunar a sus hijos, un documento en el que quede constancia que conocen los riesgos que corren. Mientras tanto los pediatras seguiremos luchando para que las vacunas se administren y los calendarios de vacunación se cumplan. El tema no se ha agotado. Recuerdo que la primera conferencia que dicté en mi vida fue en los años 60, en la Sociedad Universitaria Puertorriqueña y que su título era "Vacunaciones en la infancia". No obstante, no se asusten, intercalaré artículos de distinto contenido. Así que, por favor, no dejen de leerme.