Galicia se convierte verano tras verano en una infernal pira que devasta nuestros montes. Muy pocos se libran del paso arrollador del fuego. Por emblemáticos que sean. Este año han sucumbido parajes únicos como el monte Pindo, en Carnota, uno de los lugares más míticos y emblemáticos de Galicia. O espacios singulares en Oia, O Rosal, Tomiño, Os Ancares, Fonsagrada, Monterrei, Cualedro, Ribeira Sacra, Barbanza, Ponte Caldelas. Antes lo fue el monte Castrove, la joya de las Fragas do Eume, por ejemplo. La desgracia se hace insoportable cuando lo que se lleva por delante el fuego son vidas humanas, de brigadistas o de simples vecinos. No podemos seguir así. Galicia no puede resignarse a ser una de las regiones con mayor actividad incendiaria de Europa.

Hay que poner fin de una vez a tanta pérdida y a tanto dolor. La terca realidad demuestra que se está fallando de manera clamorosa al afrontar el problema. Lo mismo esta Xunta que las anteriores no consiguen resolverlo. Un año más, el monte gallego vuelve a ser pasto de las llamas mientras los políticos de uno y otro signo se enzarzan en el estéril debate de siempre. Quien está en la oposición critica y quien está en el gobierno presume, pese a todo, de eficacia. Así hasta que cambian las tornas, momento en que cada uno dice lo que decía el otro, o sea, justo lo contrario de lo que sostenía antes.

Cíclicamente surge también la teoría de la conspiración. Supuestas tramas organizadas debidamente pertrechadas, movidas por una confusa amalgama de intereses de todo tipo, desde los económicos hasta los partidistas y puramente electoralistas, serían las responsables de buena parte de los fuegos. Seguimos esperando una prueba, una detención, una diligencia encaminada a demostrar la existencia de tales tramas.

Hasta el pasado 28 de agosto, este año habían ardido en Galicia 7.900 hectáreas, un "tercio" del terreno que solía quemarse anualmente de promedio en las dos últimas décadas, es decir, 23.918 hectáreas, según datos de la propia Xunta. Pero en apenas quince días esa superficie aumentó hasta las 16.000 hectáreas. El fuego del monte Pindo, el mayor del verano, arrasaba casi 2.400 hectáreas, superando a los de Monterrei-Cualedro y el de Oia-O Rosal, que sobrepasaron también las 2.000 cada uno. No está en cuestión la valentía, entrega, abnegación y buen hacer de las brigadas, pese a los fallos de coordinación, que los hay, y a la lamentable reducción de medios para la prevención y extensión, como ha denunciado la Fiscalía General del Estado.

Es evidente, como también acaba de esgrimir el presidente Feijóo, que, desgraciadamente, en Galicia hay muchos incendiarios. "Cincuenta incendios al día, cincuenta veces al día se intenta quemar Galicia", denunció en su última intervención para centrar la magnitud del drama. Es obvio que así es. Tanto, como que la inmensa mayoría de ellos se amparan en la nocturnidad para plantar el fuego y que muchos buscan causar el mayor daño posible, acercándolo a casas y aldeas o, el efecto más propagandístico, aproximando la mecha a carreteras, autopistas y grandes núcleos de población.

De la misma manera que poco o nada hay que objetar a la decisión de la Xunta de personarse en la causa cada vez que se detenga a un incendiario, para pedir prisión preventiva y hacer que recaigan sobre él los gastos de extinción del fuego y el valor de los bienes calcinados. El problema es que denuncias y anuncios como esos, o muy similares, llevamos años oyéndolos, con el resultado de todos conocidos.

Pues claro que hay que reforzar las medidas de vigilancia y endurecer el Código Penal. El pasado viernes, el Gobierno aprobó el proyecto de ley para su reforma que amplía a 6 años de cárcel las penas para los autores de incendios graves y a 9 años si afectan a zonas protegidas. Pero, paradójicamente, solo ocho pirómanos, incluidos condenados y preventivos, están entre rejas en España por quemar el monte, dos menos que en 2012. Otras once personas cumplen trabajos en beneficio de la comunidad, es decir, han sido condenados por un juez por delitos contra la seguridad colectiva a una pena inferior a dos años, que les ha sido conmutada por ese tipo de trabajos. La falta de pruebas impide llevar a juicio a dos de cada tres incendiarios detenidos en Galicia.

Y para abandonar de una vez tanta contradicción, lo fundamental es dejar atrás la demagogia política y la estrategia cortoplacista. Propiciando, por ejemplo, un cambio de mentalidad entre la propia población. Considerar el monte como algo propio, algo que nos pertenece a cada uno, defenderlo en común. Considerar a los incendiarios, a los pirómanos, como lo que son, unos delincuentes o unos enfermos, que de todo hay, y, como tales, denunciados, perseguidos, imputados, juzgados o tratados médicamente en justa correspondencia con lo que hayan hecho. Con valentía, sin silencios cómplices. Señalándolos, desenmascarándolos.

Los montes exigen ayuda urgente, medidas eficaces y reformas profundas que les den valor. La clave está en su provecho económico y eso requiere un papel de liderazgo de la Xunta, una reestructuración de la propiedad que impulse las concentraciones, y conciencie a los millones, en el sentido literal del término, de propietarios del monte de que este tiene valor. Es decir, que no se puede "dejar a monte".

En los años 50 del pasado siglo, por tanto no hace más de seis décadas, casi no había incendios en Galicia. Es un problema que surge en los años 60 cuando el monte empieza a dejar de tener valor para las actividades agroganaderas y se despuebla el rural. El envejecimiento de la población y el abandono de su explotación tradicional lo han dejado a su suerte, con la maleza y el combustible en aumento. Ese es el gran problema diferencial de Galicia con respecto a otras comunidades con masa forestal. La inutilización de un recurso que bien explotado proporcionaría sin duda empleo y riqueza. ¿Cómo si no explicar que la mitad de todos los incendios que se registran en España se concentren en solo el 6% de la superficie?

El problema no es que en Galicia "pasen cosas que no pasan en otras comunidades", como acaba de despachar el ministro Cañete en la sesión de control al Gobierno el pasado miércoles. El gravísimo problema es la falta de una política adecuada de ordenación del territorio, una política que deslinde monte y viviendas, por ejemplo, o que obligue de manera efectiva y sin miramientos a los propietarios a limpiar los matorrales de las zonas de mayor riesgo.

En la mayor parte de Europa hace siglos que dejó de emplearse el fuego como herramienta agroganadera y silvícola. En Galicia, como ha reflejado en FARO el investigador del CSIC Serafín González, presidente de la Sociedad Galega de la Historia Natural, no fue así y hoy tenemos el dudoso honor de ser una de las regiones europeas con mayor actividad incendiaria. Los fuegos de cada verano son, además de un drama en ocasiones teñido de tragedia, una dolorosa constatación de la peor Galicia, esa que es incapaz de resolver sus problemas de fondo por prestarse gustosas sus élites políticas al fácil consuelo de la demagogia, el populismo y el tú más.