No siento el mínimo escrúpulo en reconocer que no me quitaría el sueño vivir en un país que tuviera vigente la pena de muerte aunque no esté de acuerdo con su aplicación. Pero no por cortar una flor. Si esa fuera la regla del juego mayoritariamente aceptada, ajusticiar a quien corte una flor, sería simplemente una decisión mayoritaria pero no democrática, no me interesaría vivir en un país así. Entendámonos, que el jardinero se tome la justicia por la mano puede ser hasta sublime en la estética del "beau geste" si bien deja de serlo cuando el jardinero es sustituido por mayorías justicieras con tendencia al linchamiento. En una democracia plena, la opinión de la mayoría no es suficiente, tiene que haber además una conformidad ética con una moral razonada atenta a la proporcionalidad de penas.

Cercenarle la mano a los ladrones o lapidar a la esposa infiel será todo lo tradicional y legal que se quiera pero no deja de ser una cruel barbaridad ¿Y lapidar materialmente a un pederasta que se sirviera de un hacha? ¿Y lapidarlo mediáticamente? ¿Dónde empieza la crueldad y termina la justicia? No siendo en absoluto comparable permítaseme esta pregunta retórica: ¿a quién habría que lapidar con mayor violencia, a un hombre que ciegue a un jilguero y lo suelte en la espesura del bosque para gozar viéndolo rebotar contra los árboles o a otro que viole a una niña? Apuntan varias respuestas pero una de ellas pudiera ser: a ninguno. Incluso si la mayoría considera que a uno habría que sacarle los ojos y al otro entregarlo al amoroso abrazo de un gorila para que conozca el placer. Ninguna de esas respuestas tiene cabida legal en el seno de una sociedad democrática. También considero, no me duelen prendas decirlo, que la lapidación mediática de un pederasta ya condenado es asimismo una forma de crueldad gratuita.

Ahorraré al lector, lo supongo informado, los más de los detalles del culebrón montado en torno al pederasta Daniel Galván -de origen iraquí, cambió de nombre al nacionalizarse español- cuyo indulto fue revocado hace pocos días por orden directa del rey de Marruecos después de meter la pata hasta el corvejón. Tampoco me considero competente para opinar respecto al eventual desenlace del lío jurídico generado por decisiones contrarias aunque deseo no se conculquen los derechos del reo. Lo que me interesa es dejar claro que el más bajuno individuo es persona y no pierde esta condición en ninguna circunstancia. Los individuos somos todos distintos pero las personas somos todas iguales. O deberíamos serlo. Sobre todo, sí, ante la Ley. Bien distinto es que, a título personal, entren ganas de meterle a un pederasta un par de leches o cuatro tiros.

Mohhamed Choukri -más conocido en España por Chukri- relata, en "El pan desnudo" si mal no recuerdo, como un nieto practicaba felaciones a su abuelo invidente para que no tomara esposa y heredar la casa. Miserias. Y de esas miserias se aprovechan muchos moralistas, de día, pederastas, de noche. Espantarse a estas alturas del curso de lo que pasa en países devorados por la miseria es propio de ignorantes, ingenuos o cínicos ¿Por qué peregrinaba Gide tan asiduamente al Magreb? ¿Por qué Frédéric Mitterrand? ¿Por qué vivían Paul Bowles y sus amigos en Tánger? ¿Y Daniel Cohn-Bendit y el areópago de los ecologistas alemanes? No precisamente para escuchar crecer los geranios ¿Alguien ha constatado alguna vez que la prensa les sacase la piel a tiras o tan siguiera los colores a esas figuras? Todo lo contrario, siguen siendo personajes de culto mediático al tiempo que se lapida a pringados como Galván. Por no hablar de políticos balcánicos, notorios traficantes de órganos de niños, exquisitamente tratados en los medios occidentales por el único mérito de ser enemigos de Serbia.

El motivo de que el culebrón haya merecido editoriales y primeras planas no es tanto informar para una toma de conciencia ciudadana que restituya a las familias de las infantiles victimas la justicia debida como el sometimiento a intereses propios de la "industria del entretenimiento": hacer caja con el morbo. La "industria del entretenimiento" se basa en una forma de actividad cuya finalidad es atraer y mantener la atención o el interés de una audiencia o público procurándole placer y deleite de algún tipo. En el caso de Galván el éxito del espectáculo morboso estaba garantizado. Este es el quid de la cuestión: todo es espectáculo, circo. Y algo de pan desnudo.

Parece secundario pero no lo es: a Galván no le ayuda la cara. La gente se extasía con el mismo arrobamiento contemplando los afilados colmillos de las jóvenes y bellas fieras carnívoras babeantes de triunfo -verbigracia Ronaldo o Paris Hilton- como ante las entrañas humeantes de los perdedores destripados. Galván, a diferencia de Michael Jackson, tiene la cara del oficio, del oficio de perdedor. Ya dijo Camus que a partir de los cuarenta años cada cual es responsable de su cara o, viene siendo lo mismo, cumplidas unas cuantas décadas cada uno tiene la cara que merece. Aunque lo digo con reservas. Creo que se trata de algo más profundo.

Paseando por Cambridge, Wittgenstein se detuvo ante una librería en cuya vitrina exponían las fotografías de Freud, Bertrand Russel y Einstein. Un poco más lejos, en una tienda de música paró frente a los retratos de Beethoven, Schubert y Chopin. Horrorizado, Wittgenstein comprendió de golpe la degeneración y derrumbamiento moral de Occidente en el transcurso de solo un siglo. Wittgenstein vio justo aunque no podía ni imaginar lo que seguiría. Para mí Galván no tiene cara de degenerado por el vicio -sí la tenía un aristócrata andaluz condenado hace años por hechos parecidos- sino la de un derrumbado perdedor espiritual que busca, más que el placer, el poder ante los débiles que le niega la vida frente a los triunfadores. Es también, evidentemente, un enfermo porque para un hombre añoso pero sano no hay nada más excitante que una garrida mujer que canta cuando saca agua del pozo.