Ni el de la biografía es un género menor, ni es unívoco: hay muchas maneras de escribirlas, con resultados muy dispares. Lo cierto es que es un modo de historiar bastante ecléctico, por los variados ingredientes que conlleva. El empeño serio en este territorio pasa por cribar un amplio abanico documental que dé fe del quehacer del biografiado -no sólo el atesorado por sus deudos o por la administración-, capaz de situarle significativamente en el contexto en que haya desarrollado su vida. A sabiendas, además, de que todo ello precisa dotes para conformar un relato consistente: las biografías tienen parentesco narrativo con la novelística; sin sensibilidad hacia lo acaecido después de Proust, el esfuerzo de documentación -fundamental si no se quiere ir a la pura fabulación- puede resultar minucioso como un dietario, pero será inane. Igual sucede a la inversa, cuando la ingeniería literaria trata de suplir carencias documentales, como sucede en muchos encargos biográficos. Esa doble faceta hace de la biografía un instrumento historiográfico híbrido, de no fácil conjugación.

Supuestos implícitos: Bourdieu -analista de lo simbólico- nos dejó unas imprescindibles reflexiones sobre La ilusión biográfica que no han perdido valor. Según él, biografiar conlleva un relato lineal en que un conjunto de acontecimientos son capaces de organizar "una historia". Sobreentiende, pues, que "la vida constituye un todo, un conjunto coherente y orientado, que puede y debe ser aprehendido como expresión unitaria de un propósito subjetivo y objetivo", de modo que pueda resultar "inteligible". Es decir, que se presupone que el biografiado -igual que sucede a muchos entrevistados en los medios-, ha de constreñirse a "convertirse en ideólogo de su propia vida seleccionando, en función de un propósito global, unos acontecimientos significativos concretos y estableciendo entre ellos unas conexiones que sirvan para justificar su existencia y darle coherencia". Lo que presupone, por parte del biógrafo "complicidad natural" con el biografiado, poniendo a su disposición la capacidad interpretativa para dar sentido -"creación artificial de sentido"- a un conjunto disperso en que "lo real es discontinuo".

No menos importante es sobreentender que los candidatos a ser biografiados son dignos de que cuanto hubieran hecho, dicho o representado, sea memorable para los demás: la heroicidad, el patriotismo y la santidad suelen ser el patrón primordial en estos relatos. En similar "distinción" se justificaba gran parte de la historia que se hacía antes de 1789: las crónicas y memoriales apenas habían contado más que los hechos "dignos de ser contados", protagonizados por reyes y grandes jerarcas, "los mejores" o aristoi. Su código ético -ejemplarizante, aunque muchas veces poco ejemplar- prolongaba así la supuesta superioridad moral de los personajes de la "historia sagrada", repetida y alargada en aquellas tan canónicas "vidas de santos" de nuestra infancia. Lo que no impidió que muchos pasajes de la Biblia, nada modélicos para nuestros educadores, nos fueran ocultados. La corriente complementaria que afianzó esta arraigada tendencia a personificar los hechos del pasado es la de la historia magistra vitae, atribuida a Cicerón -perfectamente visible en Hechos y Dichos memorables, de Publio Valerio Máximo (s. I d.C.), por ejemplo- y que ha perdurado a través de una extensa y prolija literatura paremiológica: la historia eran "historias", exempla con sujeto, cuya función primordial era el adoctrinamiento adecuado para la recta virtud dentro del orden establecido. Una rectitud que se pretendía también intelectual y que, como en la Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, podía plantearse en forma de antitesis apologética.

Quiérase o no, el variable aprecio por las biografías ha tenido mucho que ver con las transformaciones de los estudios históricos después de la Revolución Francesa, en que se puso en cuestión quién sea el sujeto de los acontecimientos: si los individuos o la colectividad; qué sea en realidad un hecho histórico y qué categoría tengan unos u otros hechos; qué sea "la verdad" en historia y cómo se construye; para qué y para quién se escribe la historia... Tratándose específicamente de biografías con pretensión histórica, todas estas cuestiones son insoslayables. No en vano desde los años sesenta -dejando atrás los sesudos tratados sobre "filosofía de la historia", tan del gusto de los nacionalismos decimonónicos-, autores como Braudel (1968), Duby (1988), Heller (1992), Bloch (1997), Hobsbawn (1998) o Tony Judt (2012) -y, entre nosotros, Vicens Vives, Aróstegui o Fontana-, dieron cuenta del qué y cómo historiar, hasta sistematizar con rigor las corrientes explicativas de nuestro pasado. En general, la biografía no gozó de su favor: veían el género invadido por novelistas. Ello no ha impedido, sin embargo, que Jacques Le Goff, por ejemplo, viera en la biografía de San Luis de Francia "una manera particular de hacer historia". También Aróstegui, poco antes de fallecer, nos ha dejado una de Largo Caballero, en que afronta los problemas metodológicos de esta disciplina.

Hoy no es raro encontrar razones a favor de su cultivo y todo parece indicar que -pese a su incomodidad- estamos ante un recurso historiográfico en alza. Confluye en ello, particularmente, la exaltación del individualismo narcisista, más exacerbado en tiempos de crisis, cuando la búsqueda de orden y coherencia se hacen apremiantes. En un presente ahíto de dudas, en que todo parece desmoronarse, las biografías permitirían evocar mejor un mundo más ordenado, en el que todos los acontecimientos cobraran sentido. Resolverían imaginariamente las tensiones entre individuo y colectividad, sobre todo cuando se trata de "individuos destacados" que han liderado acciones capaces de concitar la colaboración de otros, pero también cuando se trata de personas que, sin papel tan hegemónico, iluminan mejor el conocimiento de muchos ambientes culturales, económicos o políticos claves. De todos modos, no sólo el historiador cientifista sino también el lector deseoso de veracidad, son cautos: la sobrevaloración de muchos individuos -el marketing, la retórica y la inflación, cuando no el cinismo irresponsable- y la exoneración de culpa, también pueden anidar con frecuencia en estas historias de vidas descontextualizadas. Y tampoco olvidan que en todo relato siempre late la preocupación de presente del narrador; un fenómeno especialmente observable en los relatos construidos para conmemorar algo, lo que ha llevado a algunos autores a hablar de que toda historia es historia del presente.

"Gallegos de Ourense"

Leo con satisfacción este libro coordinado por tres profesores de la Universidad de Vigo en el campus ourensano: Jesús de Juana, Julio Prada y Domingo Rodríguez. Publicado a finales del año pasado por la Diputación provincial, recoge una selección de biografías elaboradas por un grupo de investigadores de trayectoria diversa, para poner en valor las vidas de 25 personajes ligados a Ourense, bien por nacimiento, bien por relación profesional. Mi satisfacción de lector tiene dos motivos primordiales. El primero, por mostrar que en el entorno de los coordinadores de esta obra hay personas capaces de hacer buen trabajo histórico -y biográfico-, teniendo en cuenta la mayor parte de las cuestiones que cabe exigir compaginando rigor y amenidad. Y el segundo, porque, entre personalidades muy reiteradas e invocadas, descubro otras menos conocidas, como por ejemplo, Manuel Malingre Parmentier -el industrial innovador, delante de cuya fábrica pasamos infinidad de veces quienes vivíamos en O Couto-, empeñado en sacar a los orensanos de una persistente ruralidad tradicional. Añadiría, también, que este libro puede servir de compendio en que aproximarse mejor a nombres relevantes de nuestro pasado, razón por la cual debiera ampliarse.

Les animo a que lo lean, por su interés y por la heterogeneidad de estudio de estos personajes. Echo de menos, sin embargo, que no resuelva la cuestión principal que, a modo de justificación, reitera el doble Limiar: si "están todos los que son o si son todos los que están". En nuestra tierra todo "depende"; pero hay un problema de ambigua selección identitaria que el título no contribuye a justificar: lo de Galegos de Ourense distorsiona el alcance del libro y, sobre todo, los motivos por los que destaca algunos nombres y silencia otros. Añádase que la cronología abarcada, entre San Rosendo y Valente -lo que equivale a once siglos, en que el contexto administrativo, económico y cultural galaico es muy cambiante y no un limbo-, es un período demasiado extenso para ser cubierto con tan escasos nombres, ostensible prevalencia cuantitativa del círculo eclesiástico, sin ninguna mujer ni casi nadie modernizador. Pretender que esta lista concreta sirva hoy como corpus canónico de ciudadanía ejemplar o "ilustre" -como también se dice-, cuando los modelos de vida y comportamiento cívico exigente han mutado con tanta celeridad en los últimos 30 años, resultaría presuntuoso e, incluso poco "edificante": si muchos de los biografiados se hubieran visto obligados a compartir vidas tan profundamente antagónicas, lo tendrían muy difícil; el más reciente de todos, Valente, eligió Almería para sus últimos años. A mi modo de ver, aunque cada semblanza -en general- esté formalmente bien trabajada, la collectanea resulta desajustada e inconexa. El imaginario espacial sobre el que se despliegan estas vidas -Ourense- parece inmóvil, oficialista y tedioso; un débil hilo conductor en que asomaran episódicas, insuficientes para armar la trama consistente que -como quería Ricoeur- requiere toda narración. Y en vez de ayudarnos a entender cómo se haya transformado la geografía humana de los ourensanos -para hacerla más vivible-, algunas de las dramatis personae incluidas fragmentan y distorsionan esa lectura: la plural diversidad de quienes han hecho Ourense merecería estar mejor reflejada.