Escribió Goethe en 1793: "Prefiero cometer una injusticia antes que soportar el desorden". Sobre esta frase se han escrito bibliotecas enteras. La cuestión es, ante todo, si la injusticia no constituye siempre una forma de desorden, a veces el mayor de los desórdenes. La esclavitud, el racismo, el machismo, la explotación laboral, la destrucción medioambiental, el terrorismo y las guerras inicuas, en tanto que enormes expresiones de injusticia y fuentes de envilecimiento humano, evidencian claramente un intolerable desorden, un desorden que nos degrada a todos, porque nadie puede ser enteramente libre si todos los demás no lo son también. Esas gentes del tercer mundo que trabajan en condiciones absolutamente opuestas a la dignidad personal para confeccionar las prendas que nuestras firmas textiles y nuestros grandes almacenes nos venden con tan alto margen de beneficio, ¿No nos salpican con su sangre? ¿No percibimos su atroz miseria y humillación como un insoportable desorden que conmueve nuestros mismos cimientos morales y psicológicos? ¿También es primavera en Bangladesh?

Y dentro de nuestra propia casa incurrieron en grave desorden, sin duda, quienes enredaron a miles de ciudadanos humildes en abusivos préstamos hipotecarios, que tras el estallido de la crisis y la pérdida del empleo no han podido pagar, quedándose sin casa y con una abultada deuda pendiente. Otro tanto cabe decir de los que liaron a incautos ahorradores (a menudo ancianos de nulos conocimientos bancarios) en la adquisición de productos financieros casi incomprensibles y de elevadísimo riesgo. Sí, la estafa es desorden, aunque esta clase de abusos no suelan concluir en penas de prisión. También es desorden que un Gobierno (sedicentemente de izquierdas) indulte ilegalmente a un prominente banquero condenado por acusación y denuncia falsas, tal vez compensando así generosas donaciones al partido o el perdón de ingentes deudas partidarias, alimentadas por la práctica de los sobresueldos. Son igualmente desorden el tráfico de influencias en todas las Administraciones (estatal, autonómicas y locales) y la malversación y distracción continuas de fondos públicos por obra de una casta extractiva insaciable. Desorden absoluto, a su vez, revela el rescate de Bancos próximos a la quiebra a costa de los contribuyentes, sin que, encima, ello redunde en un restablecimiento de la fluidez crediticia a la actividad empresarial y en la consiguiente creación de puestos de trabajo. Hay que preguntar qué se hace entonces con nuestro dinero. Desorden, en fin, generan, por su injusticia intrínseca, el trato fiscal privilegiado de las grandes fortunas y la amnistía concedida a los defraudadores tributarios.

Todos estos, y otros muchos que cabría citar, son clamorosos supuestos de injusticia y, por tanto, de grave desorden social. Ahora bien, hay casos de desorden en sentido estricto que también ocasionan daños injustos: las huelgas salvajes en los servicios públicos, el corte de esenciales vías de comunicación, las manifestaciones violentas lesivas de personas y bienes, públicos y privados, etc. También los escraches constituyen un desorden injusto, puesto que afectan a los derechos fundamentales a la intimidad personal y familiar de todos los residentes en los inmuebles donde vive el político así "señalado" (y puede que afecten igualmente a su derecho a la inviolabilidad domiciliaria, si atendemos a la exigente doctrina sobre la privacidad del domicilio establecida por el Tribunal de Estrasburgo), además de ser susceptibles de conducir a las coacciones a los parlamentarios contempladas en el artículo 498 del Código Penal.

Merecen reseñarse asimismo algunos casos de desorden de tipo constitucional. Es desorden que masas de hunos nacionalistas piten la interpretación del himno nacional y la presencia del Jefe del Estado en acontecimientos deportivos. Es desorden que se quite la bandera española de los edificios públicos, cosa que hacen constantemente muchos ayuntamientos vascos y catalanes. Es desorden que en Cataluña las autoridades educativas se nieguen a acatar las resoluciones de los Tribunales sobre el derecho a recibir la enseñanza en castellano, atropello de la lengua oficial del Estado inédito en cualquier país del mundo y tolerado desde hace más de tres décadas por todos los gobiernos españoles. Es desorden que el Parlamento de Cataluña, desvinculándose completamente de la Constitución, proclame la soberanía del pueblo catalán como sujeto político y jurídico. A ver cómo responde a tal desplante el Tribunal Constitucional. Es desorden la creación por el Presidente Mas de un Consejo de Transición Nacional (hacia la secesión, claro) y su empeño en instituir lo que denomina "estructuras de Estado" (Agencia Tributaria propia encargada de cobrar incluso los tributos estatales, legislación catalana de consultas populares. etc.). Y, por último, es un desorden descomunal que la Generalidad de Cataluña disponga de un servicio "diplomático" (Diplocat) dedicado a denigrar la imagen internacional de España y de los españoles. La falta de lealtad constitucional sale gratis: un nuevo desorden, sin duda.

En otra primavera agria, la de 1936, decía el líder socialista Indalecio Prieto que la convulsión de una revolución la puede soportar un país; lo que no puede soportar es la sangría constante del desorden. El se refería al desorden público, pero estos desórdenes de hoy, de todo tipo, producen aún más que entonces el desgaste de las instituciones, la pérdida de la vitalidad económica y una situación de desasosiego, zozobra e intranquilidad. Ciertamente, podría ser peor: de gobernar la "liberal" Esperanza Aguirre nos hallaríamos ya en el estado de naturaleza hobbesiano, o en el jardín de Mr. Darwin, donde sólo sobreviven las criaturas más fuertes. De todos modos, poco nos falta para tal injusticia, para tal desorden.

*Catedrático de Derecho Constitucional