Según un reciente estudio del Deutsche Bundesbank -Banco Federal Alemán, en realidad, banco central- el valor estimado del patrimonio neto de las familias alemanas es, de media, 195.000 euros. Habida cuenta que en Europa se realizan informes similares (Household Finance and Consumption Network) al comparar los datos sorprende que el patrimonio medio de los hogares fiscales alemanes se sitúe muy por debajo de la media española: 285.000 euros.

El Frankfurter Allgemeine Zeitung, con rebuscada mala uva, publicó al respecto un artículo de muy explícito título ("Spanier ein Drittel reicher als Deutsche", más o menos, "Los españoles, un treinta por ciento más ricos que los alemanes") insistiendo para mayor inri en que la típica familia alemana -es decir, la que tiene tantos hogares por encima como por debajo de su patrimonio neto- posee una riqueza de solo 51.400 euros, tres veces menos que la de la familia mediana española. La gran diferencia entre media y mediana en Alemania muestra que se da una notable desigualdad de riqueza.

Un tímido intento de explicación de los datos, a primera vista desconcertantes sabedores de las series históricas de los respectivos PIB per cápita y de la capacidad de ahorro de las hormigas germanas frente a las cigarras hispanas, es que en España el 83% de las familias son propietarias de sus viviendas (el 67% la han pagado íntegramente) mientras en Alemania solo el 44%. El estudio obvia si bien se mira a quién pertenece el 56% restante de las viviendas toda vez que, suponemos, tienen dueño. Por otra parte, los datos españoles provienen de valoraciones anteriores a la crisis que ahora mermarían, en media, un 25%. Algunos han pretendido asentar la explicación del inesperado resultado en que hace quince años muchos alemanes vivían en régimen comunista. Lo cual, por cierto, no sirve para explicar por qué también somos más ricos que los franceses (229.000 euros, en media, de patrimonio familiar neto). Además, aunque se excluyan del cálculo los patrimonios de las familias de los länder del este, menos ricos, el patrimonio medio de Alemania occidental, 230.000 euros, sigue situándose el 24% por debajo de la media española. Habrá que informar a los Pepes y Pepitas que se van a Alemania que en España somos más ricos. Pero, es bien sabido, los viajes forman a la juventud y además el dinero no trae la felicidad.

Y es verdad?a partir de cierto umbral de riqueza o renta. Más dinero da mayor felicidad pero cuando se sobrepasa una cota relativamente bien determinada los suplementos de riqueza o rentas aportan progresivamente incrementos menores de bienestar o felicidad. Este umbral -mejor dicho, umbrales, según países- incluso ha sido cuantificado. Lo cual confirma que la felicidad no es solamente cuestión de dinero sino que salud, vida privada, formación, relaciones sociales, clima, civismo, régimen político, cultura, seguridad, religión, etc., son factores a tener muy en cuenta.

Aunque fuese intuitivamente, ya sabíamos por la "paradoja de la abundancia", observada por sicólogos y economistas, que casi todo aquello cuya disponibilidad deviene fácil se utiliza o consume menos que cuando la obtención era difícil. El ejemplo paradigmático -mina inagotable de chistes- constatado en todas las épocas y países, es el matrimonio. También los pasteleros fogueados permiten que los aprendices coman cuantos pasteles deseen hasta que acaban en pocos días hastiados e incluso asqueados. Lo escribió Montaigne en sus Essais: "La dificultad marca el valor de todo". Y como el dinero reduce las dificultades de acceso a los objetos de deseo la felicidad que procura su uso o consumo, salvo a caer en el vicio, disminuye.

Al hilo de lo dicho, en 1974, Richard Easterlin publicó un análisis -que dio lugar a la así llamada Paradoja de Easterlin- en el que afirmaba que cuando una sociedad alcanza cierto umbral de renta real per cápita, descontada la inflación, los logros posteriores en términos de crecimiento económico no influyen en la evolución del bienestar medio. Quiere decirse, la felicidad de la población -en el tiempo o entre países- permanece relativamente estable. La paradoja surge de que en un país determinado, en un momento dado, los más ricos declaran en las encuestas ser más felices que los menos ricos. Ahora bien, según los cálculos de Easterlin, entre 1946 y 1970 la renta real per cápita aumentó en EE UU más del 60% pero el porcentaje de americanos que se declararon "muy felices" era prácticamente el mismo en ambas fechas. También, el porcentaje de personas que se declaraban muy felices era significativamente igual en EE UU que en varios países con rentas per cápita mucho más bajas.

La felicidad como las necesidades son relativas, función del nivel de vida medio de la sociedad o de un nivel de referencia. Dentro de un país, la evolución de la felicidad se evidencia únicamente en una correlación que apunta a la riqueza del grupo social más rico. Sucede que los más ricos manifiestan un mayor grado de felicidad o bienestar -criterios subjetivos pero teóricamente medibles- no tanto porque su riqueza aumenta sino porque aumenta más rápidamente que la del resto de la sociedad -o mantiene la inalcanzable cota- lo cual genera una desigualdad que fundamenta un superior sentimiento de satisfacción. En definitiva, no es el aumento medio de riqueza lo que procura mayor satisfacción sino el aumento relativo. Sobra decir, el incremento de felicidad del individuo épsilon cuya renta aumenta depende de si sus amigos, o enemigos, han incrementado en mayor o menor medida sus propios ingresos.

En 2008, Justin Wolfers y Betsy Stevenson cuestionaron la Paradoja de Easterlin, sirviéndose de datos individuales recogidos en numerosos países, mostrando que existe relación entre el PIB per cápita y el grado de satisfacción general. No obstante, Easterlin replicó con otro artículo en colaboración: la cuestión sigue abierta. Qué se le va hacer, el dinero quizás no procure la felicidad pero las polémicas sí.