En esta crisis ya creíamos haber soportado mucho y visto de todo. Pero el extremo desconcierto en que los acontecimientos parecen haber sumido a unos gobernantes sin ideas claras ni liderazgo, incapaces de saber hacia dónde vamos y de transmitir confianza y serenidad a la población, deparó la pasada semana otra desagradable sorpresa. La obstinación de las autoridades de Chipre por proteger a su gran industria, los multimillonarios rusos que lavan en la isla sus capitales, y la ceguera e irresponsabilidad de los ministros de economía de la Unión Europea han propiciado un error mayúsculo: asaltar los depósitos bancarios. Lo que faltaba en el más difícil todavía en que se está convirtiendo esta brega era asustar a los ahorradores.

Si quiebra un banco ¿qué pasará con los ahorros?. Es la perversa duda que un rescate torpemente gestionado acaba de sembrar.

Los 17.000 millones necesarios para la supervivencia chipriota parecen casi calderilla respecto a la potencia europea. Sólo que a cuenta de lo sucedido alguien ha decidido experimentar peligrosamente. La solución diseñada incluye la confiscación de parte de los depósitos bancarios de los ciudadanos. Y Alemania y sus socios leales del Norte, como los holandeses, avivan con gasolina un incendio cuando bendicen el mecanismo y quieren extenderlo a la vuelta de la esquina -primero dijeron que en 2018 pero luego hablaron de 2014- a otros trances similares.

Con todas las rectificaciones y matizaciones posteriores que se quieran, la herida mana porque ese planteamiento rompe un principio sagrado: el de la inviolabilidad de los ahorros. Las entidades mal gestionadas deben quebrar, sin duda, como cualquier empresa. Los gestores pésimos o los accionistas y los bonistas especuladores que las conducen a la ruina también tienen que responsabilizarse de ello. La carga del desastre económico la soportan, sí, arrostrando con los recortes, los parados, los funcionarios, los jubilados, los enfermos, los estudiantes. A la hora de arrimar el hombro no existen intocables.

Pero los bancos son el corazón del sistema, por más que la ingenua demagogia imperante pretenda quemarlos sin miramientos en la hoguera. Situarlos en la picota alegremente supone torpedear la esencia misma de la sociedad occidental. Y, desde cualquier punto de vista, no hay motivos para tratar a los ahorradores como si fueran arriesgados y codiciosos inversionistas -su motivación radica justo en lo contrario, la seguridad- o como un colectivo que debe contribuir con su grano de arena a depurar los excesos. Ya lo hace por otras vías como los impuestos.

Han cruzado la línea roja. En la crisis irlandesa, el estado sostuvo a los ahorradores, y quebró. En la islandesa, los bancos cayeron, y los depósitos nacionales fueron protegidos. En la griega, pagaron acreedores y accionistas bancarios, nunca particulares con depósitos. Sin duda hay que romper la incestuosa espiral que lleva a que unos pocos embolsen los beneficios y traspasen las pérdidas al erario. La lección a aprender, tras lo sufrido, es que para lograrlo no hace falta castigar a los humildes sino actuar antes. Evitando, un ejemplo, las remuneraciones exageradas para atraer capital o la competencia fiscal desleal como las del paraíso chipriota, que alumbró un sector financiero siete veces superior a su PIB, una desproporción evidente.

El reembolso de depósitos inferiores a 100.000 euros está garantizado por ley. Un límite arbitrario: ¿por qué a partir de esta cifra un ciudadano es acaudalado? Nadie considera como tal al dueño de un piso y el valor de la mayoría de las viviendas supera esa cantidad. El inquietante mensaje lanzado al abrir la puerta a la incautación de cuentas es que la UE no tiene palabra ni sus estados se hacen cargo de los problemas. Para completar la burla, no conviene olvidar que los bancos contaminados salieron airosos tan ricamente de las pruebas de solvencia impuestas por los mismos que aprietan la soga.

Que cada uno asuma el coste de sus vicios parece razonable. Perseguir bajo ese principio un escarmiento sin límite ya no tanto. Estamos ante un nuevo brote de desesperación calvinista por estereotipos y desinformación que corre el riesgo de desembocar en una flagelación suicida. Los nórdicos creen que han hecho lo suficiente por sus vecinos sureños, parásitos de su esfuerzo. Eso, además de incierto, destila un fermento que dinamita el espíritu europeísta. Faltan líderes que expliquen la verdad sin maniqueísmo: hasta los lander encubren, a la chita callando, artificialmente el agujero de sus cajas.

Las reglas del juego reposan en la confianza. Los banqueros viven de ganarse la de los ahorradores. Provocar su estampida, lo que han estado a punto de conseguir con su impericia o maledicencia los políticos, puede conducir a los bancos de los países en dificultades a la debacle. Si caen los bancos, colapsará la economía. No podemos avanzar un paso más en esa dirección. Hay especialistas que sostienen que sin el desplome del norteamericano Lehman Brothers el tormento que padecemos por quinto año consecutivo habría sido diferente. Por los grandes desequilibrios acumulados la recesión habría llegado igual aunque seguramente con menor virulencia.

Superar este calvario se está convirtiendo en la más exigente de las pruebas de resistencia. Como en un terrorífico tren de la bruja, tras cada ventana de esperanza acecha en la oscuridad del siguiente recodo un monstruo horripilante. Extendiendo el pánico para mantener a los incumplidores a raya o haciéndonos trampas al solitario nunca daremos con el final del túnel.