Derrumbando que es gerundio bien podría ser el santo y seña de algunos colectivos que adorando la sinfonía de la piqueta experimentan con las demoliciones un deleite casi orgásmico. Se puede y se debe demoler en casos puntuales, justos y necesarios, sin olvidar que a la hora de decidirlo es mejor no llegar que sobrepasarse; máxime cuando la crÍtica escasez de medios exige un riguroso control de su uso y muy especialmente si se trata de fondos públicos.

Aplicando el sentido común en el ámbito de estas coordenadas y previo reconocimiento de mi condición de indocto en cuestiones de urbanismo, voy a referirme a unos casos de candente actualidad en Vigo. Naturalmente, sin pontificar porque, repito, carezco de los oportunos conocimientos y he de limitarme a manejar el sentido común, mi sentido común.

Empecemos por el trillado edificio de la calle Churruca con ya veinte años de añeja polémica y sobre el que, al fin, parecer haber recaído una firme sentencia para la demolición de dos plantas y "rascado" de todas las otras. Si es así solo queda el derecho de pataleo en busca de un indulto que evite desagradables consecuencias para unos vecinos que llevan casi un cuarto de siglo con una espada de Damocles en su techo. Porque el "rascado" cercenaría parte de sus viviendas y el derribo de las plantas superiores seguramente les tendría durante algún tiempo sin agua ni electricidad. La pregunta obligada es ¿quien autorizó la construcción? Deben depurarse responsabilidades y que cada palo aguante su vela, aclarando si en el origen hubo vulneración de la ley, error administrativo o corrupción. En función de ello, si el notable perjuicio económico es soportado por el promotor puede suponer una adecuada penitencia o un injusto latrocinio. Si la carga recayese sobre el Ayuntamiento, la culpabilidad llevaría aparejada la agravante inherente a los fondos públicos.

Similar destino espera probablemente al edificio del antiguo restaurante "El Castillo", en O Castro, al que llevábamos a los forasteros invitados y, orgullosos, les aderezábamos los manjares con el incomparable panorama sobre la ciudad y la ría. Sinceramente lamento y añoro que ya no pueda experimentar ese gozo ni haya esperanzas de recuperarlo, porque el propósito está en marcha, sin que se sepa muy bien que valor histórico va a aportar la demolición ni como se hermoseará la zona. Pero, evidentemente, el vergonzoso estado actual exige una inmediata rehabilitación o la más que probable demolición y, si como parece éste es el caso, hagamos votos para que el elevado dispendio tenga una justa compensación histórica y estética.

La cruz de piedra ubicada en la ladera del Castro, frente al Ayuntamiento, también aparece amenazada con saña y aunque el Concello haya decidido mantenerla, un grupo colectivo se manifiesta dispuesto a acudir a los tribunales en defensa de reivindicaciones de memoria histórica. La memoria histórica merece una consideración muy superior a su uso demagógico y el derribo de la cruz parece tan inútil como innecesario, porque tratándose de un símbolo íntimamente ligado al mandamiento de amarse los unos a los otros no debiera ofender a nadie más allá de lo que pueda hacerlo la histórica paga extra del 18 de julio.

Ejemplos de una impetuosa corriente que, sin percatarse de que la marcha atrás sirve para algunas maniobras, pero no para recorrer el camino, prefiere destruir que construir; algo que en principio se antoja irracional y que si siempre es rechazable, al sufragarse con fondos públicos que todos aportamos, resulta abominable.

El ser humano se considera a sí mismo superior a las otras especies por el desarrollo de su intelecto y, para los creyentes, por el maravilloso regalo de un soplo divino que nos permite razonar, resolver problemas y abstracciones, clasificándosenos por la taxonomía como sapiens. Esta realidad hace que la lógica y el sentido común exijan que, antes de entrar al trapo de las aberraciones, también en el tema de los derrumbamientos abracemos la sensatez y optimicemos el uso de los fondos presupuestarios.