Opinión

Piluca

Juan Cruz Ruiz

La primera vez que vi a Piluca fue hace casi cincuenta años en el Puerto de la Cruz y desde entonces no dejó de impresionarme su fuerza juvenil, la potencia de su talento para ordenar el desorden de los que vivíamos alrededor, para mantener en alto la exigencia con la que hay que vivir la vida, riéndose, haciendo, trabajando, y estando siempre más despierta que cualquiera de nosotros.

Piluca murió en su casa de Madrid este último viernes, el Día de la Mujer, precisamente. Ese nombre, Piluca, no necesitó durante décadas decir sus apellidos, ni que se dijeran, para saber quién era. Piluca Navarro Ortega. Era la hija de un legendario hombre de radio. Desde muy joven fue la pareja de José Luis Fajardo, el artista cuya fantasía y cuyo genio ella atemperaba igual que a todos nos atemperaba, para que nos tomáramos con calma la picadura de la vida.

No detuvo los entusiasmos, para nada, los estimuló, pero a todos nos regaló un manual virtual de la teoría de la relatividad. Cuando la conocí en el Puerto de la Cruz, hace ese medio siglo, más o menos, en que fue parte imprescindible de nuestras vidas, era aquella joven de madurez impresionante que conducía a José Luis y nos conducía a todos por la senda de la razón o al menos nos advertía de los riesgos del excesivo alboroto.

Acompañó a José Luis a Madrid, y aquí prolongó un arma sentimental que le nacía de dentro: la generosidad. Su casa fue, en Tenerife, en Madrid, en Mallorca, donde estuviera, el lugar de acogida de los descarriados del afecto, que en ella -y en José Luis, y después en Luis, el hijo de ambos, tan dolorosamente desaparecido cuando era aún un adolescente, músico brillante, entusiasmado niño que asistía asombrado al trasiego de todos nosotros- hallábamos siempre lugar y ámbito para recuperar el aliento, para sentir que la amistad tenía su capital allá donde estuvieran ellos dos y ellos tres.

Tuvieron varias casas sucesivas en Madrid y todos nosotros, los que los perseguíamos para sentir el calor de su amistad triplicada, tuvimos abiertas sus puertas. De par en par. La primera vez que sentí que su hospitalidad no tenía ni puertas ni cerraduras fue cuando vine acompañando a nuestro maestro, Domingo Pérez Minik. Ahí ellos, Piluca, José Luis, se comportaron con el viejo profesor autodidacta con la complicidad sencilla que requería don Domingo para circular por las casas: sin hacer ruido, sintiéndose una persona más de los que eran cobijados por aquel techo abierto y necesario.

Fueron tiempos, los que siguieron, apasionados y entusiastas, y en todos los rincones de ese tiempo aquella pareja tuvo algo que ver. Piluca trabajó en Cambio16, en la mejor época del periodismo que alentaría la Transición, y fue una activa participante en el proceso que convirtió los años 80 en una época dura pero llena de esperanza en un país que había sido especialmente cicatero con las buenas noticias políticas.

Pronto empezó a trabajar para Felipe González, como líder del PSOE y en seguida como presidente de los socialistas en el Gobierno de la nación. Ella fue su mano derecha y su mano izquierda, la jefa de gabinete, pero también la mujer discreta, resolutiva, que necesitaba ese periodo delicado del primer Gobierno socialista desde que se murió Franco. Su eficacia fue legendaria, porque ella era una realidad legendaria de la eficacia. Ese trabajo le granjeó el respeto de todos nosotros, y de muchísima gente, pues ni le cambió el carácter, ni la convirtió en una intérprete deslenguada del poder: aquella Piluca que veíamos en Tenerife, en el Puerto, en La Laguna, en Santa Cruz, siguió siendo, en las tardes y en las noches, en los días libres, la misma que fue; en La Moncloa, y donde la destinaron, junto a González cuando ya fue expresidente, fue una servidora pública de lealtad exquisita. En un mundo de lenguaraces como el que vivíamos y como el que vivimos, la lealtad silenciosa de Piluca era un ejemplo, y lo es, para periodistas deslenguados y para menesterosos del ego que viven siempre al amparo de las confidencias que de ella no pudieron arrancar.

Por supuesto que la rozó, en aquel tiempo en que se empezó a deteriorar el socialismo en el Gobierno, la metralla de la maledicencia; los que la difamaron sin argumentos dieron a muchas columnas sus calumnias hirientes y sañudas, pero cuando estas se disolvieron en la realidad y no eran nada no dieron sino media línea para resolver sus desvergüenzas.

Era una mujer de una enorme fortaleza. Su gran tristeza, la mayor, la inolvidable, la que nada pudo revertir, fue la muerte de su hijo Luis. Es un hecho terrible para los dos, para Piluca y para José Luis, y es inolvidable para nosotros, para los que estuvimos cerca, la fortaleza con la que ambos afrontaron esa noticia horrible y mayor de la vida. Hasta el último instante de su aliento, hasta este viernes en que ya no pudo más en su batalla contra el cáncer maldito que la perseguía con la saña de los malos augurios, mantuvo, sin embargo, la entereza del ánimo. Ese corazón dolorido por tan tremendo hachazo personal habitó en su ánimo, muy adentro, pero a ella cabe aplicarle aquella emocionante evocación de Hemingway sobre uno de sus personajes: conoció la angustia y el dolor, pero no estuvo triste una mañana; no dejó que su tristeza fuera el escaparate de su semblante. Ese dolor tan íntimo, tan noble, habitaba en su interior, no era espectáculo.

Su entereza estaba en todos sus detalles. Hasta el final. Sus numerosos amigos sabemos cuánto hizo Piluca a nuestro favor, a veces desde el silencio, a veces con una palabra sola. Y solos, sin ella, solo tenemos el consuelo de poderla recordar como una amiga mayor de nuestras vidas.

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