A Miguel y Juan

Estábamos tres clientes en la barra del bar y el tabernero al otro lado de la frontera. Atardecía y, como de costumbre, había dos pantallas de televisión: en una, la tribu de simios de Sálvame discutían entre sí; en la otra, atronaban los 40 Principales: esa iconografía del infierno nos rodeaba y, más aun, cuando ahora, los clientes de un bar que antes se reunían para charlar de cualquier nimiedad futbolera (si es que el fútbol es una nimiedad) o política, se enmascaraban detrás de sus móviles y, a medio metro uno del otro, se enfrascaban retándose a partidas de Trivial. Cuando los bares pierden su sentido de cohabitación y diálogo, dejan de ser bares; y cuando los bares desaparecen y no cumplen su función social, es que algo realmente va mal digan lo que digan los chimpancés que debaten acerca del estado de la nación que es como elucubrar acerca de la virginidad de María o la cría de ostras en el pleistoceno. Estábamos, pues, tres clientes bebiendo nuestras consumiciones en silencio y el tabernero (maldita la hora en la que las palabras tasca y taberna dejaron de utilizarse) con su móvil, método de masturbación heterodoxo. De repente, uno de los clientes que estaba sentado en un taburete se desplomó. El tabernero, mis otros dos conmilitones y yo, acudimos rápidamente en su ayuda, alertados por lo que intuimos un fulminante ataque al corazón (ataque al corazón tiene unas connotaciones bélicas que acojonan) y nos reunimos en torno a él como si acabáramos de descubrir la precariedad de la existencia. Operamos como españoles de toda la vida: me concedo, dada mi pusilanimidad, el papel de secundario mirón y literario; como diría el concejal Pastor de La que se avecina, "aquí hay tema", pensé. De los tres, pues, que atendían al paciente (yo, pálido, pasé al interior de la barra para servirme a hurtadillas un vino confortador), surtían teorías distintas y acaso contradictorias, basadas en no sé qué casuística previa: uno indicaba que lo correcto era ponerle debajo de la nuca al que, completamente blanco yacía en el suelo, algo que alzase su cholla desmayada; el segundo experto, le levantaba los pies; el tercero le preguntaba su nombre. Fueron unos segundos bastante largos, lo confieso. Lo suficientemente largos como para entrar en el territorio de la barra y acomodarme otro vino. Una vez realizadas las primeras maniobras propias de cualquier protocolo médico que se precie, uno de los asistentes conminó al yacente a mover las piernas como si pedalease y tuviese que ascender a los lagos de Enol sin necesidad de doparse; otro a abrir y cerrar los brazos; el tercero, terco como un policía de la Dirección General de Seguridad franquista, insistía en que repitiera su nombre. Transcurridos algunos minutos, entre todos ellos alzaron al derrumbado en pie. Duró en posición vertical alrededor de diez segundos. Volvió a caer con una lividez que ponía los pelos de punta. Se optó por una maniobra conjunta: uno le colocó debajo de la nuca una pila de revistas del corazón; el segundo, le levantó de nuevo los pies; el tercero, una vez conocido el nombre del achacoso, decidió pasarle la mano abierta por delante de los ojos en una especie de tejemaneje propio de un mago y preguntarle cuántos dedos veía. Buena fe, ciertamente, teníamos todos; los resultados estaban todavía por verse ya que la cosa amenazaba con que se nos quedase frito el pobre entre las voces de Terelu Campos y la de Alejandro Sanz, que podrían rematarlo de forma definitiva. Al cabo de ese tiempo inmedible (yo ya le debía cuatro vinos al tabernero), alguien tuvo la idea coherente que debería haber imperado desde el primer momento: "¿Y si llamamos al 061?" Lo cierto es que me conmovió aquella demostración de solidaridad pero, a la vez, atisbé el desconcierto ante una situación tan adversa y peligrosa: durante diez minutos, sin saber qué había derribado al hombre que consumía una copa de aguardiente de hierbas, estuvimos especulando qué podría haber causado su desplome y cuando telefoneamos a quien deberíamos haber telefoneado desde el primer momento, habíamos perdido un tiempo que en caso de que aquello hubiese sido grave, podría costarle la vida al paciente. Insólitamente, el altercado tuvo un final feliz: había sido una bajada de tensión y cuando llegó la ambulancia, seguían ladrando los de Sálvame pero ahora rebuznaba Álex Ubago en la otra pantalla. Pienso ahora que lo mismo sucede con el cuerpo maltrecho de este país: desde hace muchos años está enfermo pero lo están tratando las personas inadecuadas, las que no tienen ni puta idea de medicina. Y como no telefoneen de inmediato al 061, el paciente se les muere en medio de sus inútiles atenciones.