La geografía de la prosperidad coincide con el peso de las instituciones. Ningún espacio político ejemplifica mejor esta cartografía que Iberoamérica: Chile y Brasil, por un lado; Venezuela o Bolivia, por otro. De fondo, claro está, los rasgos distintivos de Occidente -el respeto a la propiedad y a los distintos derechos, una educación cohesiva y abierta, el buen funcionamiento del libre mercado, el parlamentarismo- que se enfrentan a las múltiples máscaras del populismo. Un país moderno da confianza, atrae inversiones extranjeras, garantiza la igualdad de oportunidades, modula las espirales utópicas desde el ejercicio de un sano realismo y, básicamente, busca vincular a la mayoría del electorado frente al rostro bipolar del gobierno plebiscitario. Cito los casos de Chile y de Brasil a sabiendas, por lo que tiene de ejemplar el proceso que han llevado a cabo durante estas últimas décadas. El contraste con otras naciones vecinas resulta, en cambio, doloroso. Pensemos en Venezuela y en lo que ha representado el chavismo o en la Bolivia de Evo Morales. Caudillajes populistas, retóricas mesiánicas, iconos de la fragmentación social.

Por supuesto, una figura como la de Chávez sólo se concibe desde el sustrato previo de la pobreza entre amplias capas de la población. Llegó al poder como socialista -en una época en la que socialismo revolucionario ya había periclitado- y se asentó sobre un discurso rupturista. Sus adversarios se dividían entre la corrupta elite económica del país y el enemigo yanki, con algún que otro manguerazo en contra de España. El desvarío de su verborrea pronto lo convirtió en un clown adorado, temido y despreciado casi por igual. En su génesis, el bolivarismo se apoyó en Castro, a quien concedió como prebenda el control del espionaje. Amenazó a los medios de comunicación, persiguió a las clases medias, cerró y expropió empresas y se ganó a las clases modestas con una infinidad de políticas asistenciales. A su favor jugó el disparado precio del petróleo -Venezuela dispone de una de las grandes reservas planetarias-, que le permitió repartir con generosidad, si bien no logró estabilizar el país ni crear las condiciones adecuadas de desarrollo. Su presencia era absoluta, solapando el inteligente gradualismo moderador de las instituciones. Una década después, la moneda se ha desplomado, rige la hiperinflación y la carestía, se ha recrudecido el deterioro industrial. Pero lo preocupante no es sólo eso -que también-, sino la bipolaridad maniquea en que se ha instalado la nación y que pervierte cualquier debate civilizado. La exacerbación emocional -a uno y otro lado- con la que se está viviendo la muerte del caudillo venezolano es buena muestra de ello.

¿Y ahora qué? ¿Continuará el chavismo sin su comandante? Me temo que sí, al menos durante un tiempo. Al igual que sucede en Cuba con Fidel -o en Nicaragua con Ortega-, buena parte de la ciudadanía venezolana ha asumido como propia la narrativa populista del líder mesiánico. Sanar las heridas, detener los procesos de descomposición social no será una tarea sencilla. Y a la vez, al amparo del filón petrolífero han surgido unas nuevas elites económicas que necesitan del chavismo para la preservación de su statu quo. Lo triste es que no aprendemos de las lecciones de la Historia. Prueba de ello es que el chavismo haya prendido como una mitología revolucionaria frente al reformismo fiable de un Lula.