No hay mal que cien años dure. Ni bien que tampoco. Las hegemonías absolutas solo se dan cuando no es posible la competencia y entonces se llaman tiranía o dictadura. En los demás casos son inevitablemente transitorias. Y también incompletas. En fútbol cuanto más abrumador es el predominio de un equipo, mayor es el estímulo para sus rivales directos. Por eso la época de oro del Barcelona se convirtió de forma automática en el mayor reto para el Madrid. Poco a poco el equipo blanco ha ido remontando el desnivel. Los números globales de las últimas temporadas siguen siendo favorables a los azulgrana. Pero en las confrontaciones directas se ha producido un cambio notable, que a veces adquiere el aspecto de un vuelco. Del 5-0 liguero del 2010 en el Camp Nou se ha pasado al 1-3 copero de 2013 en el mismo escenario. El Madrid ha encontrado la mejor fórmula para liberarse de sus complejos, que es transferírselos al Barça.

el madrid de cristiano. El Barcelona tiembla con Cristiano Ronaldo, que ha convertido el Camp Nou en su sala de trofeos. El astro portugués se siente feliz con ese protagonismo. Pero para ello ha necesitado pasar de ser el mejor jugador del equipo a convertirse en su líder, que no es lo mismo. Antes Cristiano era quien coronaba con sus goles el juego blanco. Ahora, además de seguir goleando, tira del Madrid. Un jugador de sus condiciones -velocidad impresionante, habilidad, potencia, golpeo extraordinario con los dos pies, gran salto, excelente cabeceo--no puede limitarse a ser un finalizador que espera su turno para hacer una aparición estelar. Tiene que entrar mucho más en acción, como hizo esta vez. Retrasar la posición de arranque, ofrecerse más y en más sitios exige más sacrificio pero es mucho más remunerador. Es notorio que Cristiano aspira al reconocimiento máximo. La mejor manera, quizá la única, para conseguirlo, es que su equipo gane lo más posible; si es todo, mejor. París bien vale matarse a correr.

el madrid de mourinho. José Mourinho llegó al Madrid como antídoto del Barcelona de Guardiola. Lleva tres años tratando de dar con la fórmula que permita a su equipo prevalecer sobre el gran rival tanto en las competiciones como en los enfrentamientos directos. En cuanto a las primeas, a estas alturas de la temporada tiene abiertos tres frentes. En la Copa del Rey ha llegado a la final. En la Copa de Europa mantiene opciones. En la Liga lo tiene difícil. Pero en las confrontaciones directas con el Barcelona nunca ha estado más cerca de dar con la tecla perfecta que este jueves en el Camp Nou. El Madrid impuso su forma de jugar al Barcelona. Se le hizo incómodo en cualquier lugar del campo, le cerró el camino hacia la portería de Diego López, metió a Messi en una jaula móvil y contragolpeó de una forma que resultó demoledora, por fuerza, velocidad y calidad. El segundo gol fue un ejemplo. Di María, único adelantado en ese momento, corrió a hacerse con el balón despejado por Khedira, lo llevó hasta el área barcelonista, dejó despatarrado a Pujol con dos quiebros, uno hacia atrás, otro hacia adelante y chutó sobre Pinto, que logró rechazar con el pie. Pese a lo meritorio de esa acción individual, hubiera quedado en nada si Cristiano Ronaldo no hubiera estado allí, tras seguir la jugada en un sprint de ochenta metros. Todos, y muy juntos, para defender, los suficientes y muy abiertos para atacar, esa fue la agotadora fórmula del Madrid, en la que se fundieron tanto los hábiles y sutiles como Özil como los peleones como Khedira o los tácticos implacables como Xabi Alonso. Y que tuvo como garantía dos centrales excelentes, de los que el elegante Varane sigue creciendo. Y, como respaldo, un portero sólido, Diego López, que en el minuto 6 del segundo tiempo evitó, al desviar un tiro de Busquets, el empate del Bacelona, que quizá le hubiera dado vida.

un barça desconcertado. El Barcelona llegaba herido por el fracaso de Milán. Trató de conjurarlo con una salida fulgurante, pero el penalty de Piqué a Cristiano y el consiguiente gol del portugués no solo le frenaron sino que le metieron el miedo en el cuerpo. El Barcelona está acostumbrado a que, tarde o temprano, impone el ritmo del partido. Es lo que tarda Xavi en asentar su presencia. El martes no lo consiguió nunca. El Barcelona tuvo un alto porcentaje de posesión, pero el balón no circuló con la fluidez habitual de otras, tan engañosamente fácil. Frente a lo que es habitual, daba la sensación de que los jugadores del Brcelona estaban en minoría. Siempre había más madridistas donde estaba el balón. Iniesta trató de compensar la impotencia colectiva forzando la jugada individual, pero no encontró la colaboración suficiente para descomponer al Madrid. Y a Messi, sin el que este equipo, por otra parte muy grande, no sería lo que es, da la sensación en los últimos partidos que la magia ultraterrenal que le ha venido acompañando, a veces se le muestra remisa. Seguramente es un fenómeno transitorio, pero, por si acaso, el Madrid se ocupó de acentuarlo. Cuando en el primer minuto de la segunda parte corrió hacia la portería del Madrid y, pese a verse rodeado por cuatro madridistas y sin ningún compañero cerca, intentó pasar, desafió lo imposible, como tantas veces ha hecho y seguramente seguirá haciendo, pero esa vez no pudo con ello.

un buen arbitraje. Jordi Roura. el entrenador accidental del Barcelona, habitualmente prudente y comedido, había agitado las vísperas del partido con un comentario suspicaz sobre el árbitro. Fuera suya o no la iniciativa, quizá la denuncia supusiera una confesión tácita de inseguridad. Da la sensación de que a Undiano Mallenco no le afectó. Hizo un buen arbitraje, con el acierto de señalar el penalty de Piqué a Cristiano Ronaldo, en el que pudo escurrir el bulto. Quedará la duda de si fue penalty también la carga de Xabi Alonso a Pedro, que quizá sí. Pese a ello, difícilmente se podrá sostener que, si la estadística de los partidos del Barça arbitrados por Undiano se torció después de este partido más de lo que había denunciado Roura, haya que culpar al árbitro navarro.

centímetros y kilómetros. El Madrid pasó con toda justicia a la final de una competición que no siempre se le ha dado bien, ni siquiera en su época de oro Di Stéfano solo ganó una Copa, que entonces se apellidaba del Generalísimo. El jueves en el Camp Nou su superioridad sobre el Barcelona fue clara y neta, de kilómetros se podría decir. Pero el partido quizá se dilucidó también por cuestión de centímetros ¿Qué hubiera pasado si el tiro con la derecha de Messi, al minuto y medio de partido, hubiera encontrado la portería en vez de rozar el poste? ¿O si Piqué, en su entrada a Cristiano Ronaldo, hubiera llegado al balón, para lo que le faltó muy poco? ¿O si la falta lanzada por Messi en el minuto 36 hubiera afeitado el poste por dentro en vez de lamerlo por fuera? Quizá lo mismo, quizá lo contrario. Los partidos cambian a veces por completo por pequeños detalles. Son enormes minucias, que diría Chesterton. Esta vez no fue el caso.