La Historia es la responsable de la identidad, la que forma la conexión entre el pasado y las expectativas ante el futuro de personas o grupos que tienen cierta relación entre ellos. En el siglo XIX la historiografía estaba al servicio de la construcción de una poderosa identidad colectiva, a veces revolucionaria, llamada nación. Hoy en día, además del estudio de los rasgos uniformes de la humanidad occidental y de las naciones configuradas en el sistema capitalista liberal, la Historia atiende más las diferencias culturales y las particularidades de cada lugar. El compromiso del historiador con los orígenes implica una relación normativa con el pasado para mantenerlo históricamente presente, para producir rasgos diferenciales en la vida actual. De esta manera, la función que prevalece del trabajo del historiador será la de proveer de identidad personal y colectiva estable en el tiempo que está en permanente cambio.

Galicia se convierte en objeto unitario histórico cuando esta disciplina se configura como ciencia y cuando surge la idea distintiva de Galicia en el Rexurdimento decimonónico. En este momento nace la concepción historicista del hecho diferencial gallego, que tendría su figura central en Manuel Murguía y su continuación en la Xeneración Nós y el Seminario de Estudos Galegos. En estas décadas a caballo entre los dos siglos, una serie de historiadores comenzaron a publicar numerosos trabajos de notable valor histórico fundamentados en un riguroso tratamiento de la documentación y de los clásicos instrumentos auxiliares de la historia, como la paleografía, la epigrafía, la numismática, la arqueología... Recordemos -por citar algunos- a López Ferreiro, Barreiro, Tettamancy, Santiago y Gómez, Villamil y Castro, el P. S. Eiján, etc.. En algunas ciudades se organizaron también grupos y sociedades de estudio: como en A Coruña, con la revista Galicia Regional de Martínez Salazar, y más tarde la Real Academia Galega y su Boletín; en Pontevedra, la Sociedad Arqueológica y la figura de Castro Sampedro; o, en fin, la notable Comisión de Monumentos de Ourense presidida por Marcelo Macías, en la que sobresalían los trabajos de Fernández Alonso y Vázquez Núñez y la publicación de su famoso Boletín.

Estos ilustres predecesores tuvieron excelentes continuadores, especialmente orensanos, como Otero Pedrayo, López Cuevillas, Fernández-Oxea, Vicente Risco... La contienda civil afectó también a la producción historiográfica referida a Galicia, y después no fueron tiempos muy fáciles para resaltar diferencias y singularidades, aunque no debemos olvidar a personajes como Taboada Chivite, Couceiro Freijomil o Ferro Couselo, entre otros. Y a partir de los setenta, por indiscutibles necesidades metodológicas, por razones políticas o sentimentales, y por el interés de instituciones y entidades públicas y privadas, en el contexto de apertura y ambiente de libertad intelectual, surge una nueva generación de historiadores que provoca un considerable auge de los estudios a nivel local y gallego. En este sentido, la Universidad gallega ha formado en los últimos años nuevos licenciados en Historia que han superado la tradicional limitación metodológica del erudito local y que han aportado una considerable producción historiográfica.

Así pues, los historiadores -junto con otros colegas- fueron poco a poco explicitando los procesos históricos que caracterizan la identidad gallega. La comunidad cultural gallega se configura por unos modos de hacer y de pensar, ejecutados de una forma peculiar en función de valores, criterios y pautas de vida codificadas, asumidas por ella no sólo como una vía para ser como se es, si no para distinguirse a si misma, en cuanto grupo, de las demás. Los códigos culturales son múltiples, pero podemos recordar: la lengua y los modos de decir (refranes, expresiones, chascarrillos...), las normas de convivencia y comportamiento social, las costumbres, la interacción familiar y parroquial, o el sistema de creencias, supersticiones y procederes mágico-religiosos, entre otros.

El pueblo gallego es el creador de estos códigos y el guardián también de sus tradiciones por la transmisión hereditaria que hace de esos elementos generación tras generación hasta que quedan asumidos definitivamente. La tradición, que en la dialéctica histórica representaría las permanencias frente los cambios, es la encargada de alejar en el tiempo, de "cronificar", peculiares modos de ser, de hacer y de pensar, y de esta manera garantizar la continuidad de la diferenciación. No debemos olvidar, además de lo dicho, la importancia que también tiene el mundo simbólico y el aparato ceremonial, sin el que no entenderíamos acontecimientos tan trascendentales individual y colectivamente como una boda, o un entierro, o una multitudinaria romería popular, muchas veces incomprensibles para observadores ajenos a los elementos del comportamiento establecido.

Otra cosa que conviene subrayar es que la cultura popular propia de Galicia es tradicional por rural, pero al mismo tempo es general por su amplitud, porque ofrece elementos capaces de tenerse por común por los integrantes de la mayor parte de su colectivo, por encima de las diferencias que pudiesen establecerse por los distintos estratos sociales, niveles de vida y/o desigualdad de instrucción y de oportunidades.

Bien es cierto que (con excepciones tan notables como Lamas Carvajal y su O tío Marcos d'a Portela o los dibujos de Castelao, por ejemplo), no hubo apenas puentes de comunicación entre lo intelectual y lo popular, y la significación de la creación artística, literaria, filosófica, científica o política no llegó a insertarse plenamente en lo popular, en los códigos culturales tradicionales, y no se asumió como parte de la identidad del grupo. Sin duda, por esa fortaleza del rural de que hablamos.

Los gallegos hoy (y antes) se sienten como tales, no por asumir una concepción política nacional heredada de las formulaciones de los viejos Estados liberales, si no por tener asumido como colectiva una memoria profunda de su singularidad histórica y cultural. Y por esta razón se ha definido la configuración de Galicia como una nación-cultura, en feliz expresión de R. Villares que compartimos plenamente. Dicho de otro modo y con palabras propias, Galicia es una entidad histórico-cultural constituida como resultado de su peculiar proceso de evolución histórica.

También, en este juego de palabras a veces de difícil conceptualización, se ha diferenciado entre nación y patria, otorgándole al primero un sentimiento excluyente, de delimitación e independencia, y valorando el segundo por el aspecto que muestra su localidad, las imágenes de la infancia, su lengua materna, la herencia recibida, los aspectos tradicionales... Así la patria se ha entendido como una tradición cultural, más o menos consciente, que al echar raíces en la memoria, forma parte irrenunciable de la vida de los gallegos. Según esto, ser gallego es, por encima de todo, "sentir Galicia y estar con Galicia", asimilarse a sus tradiciones, y colaborar para transmitirlas a la posteridad.

Es cierto que la existencia de una estructura estatal desde el siglo XIX contribuyó de hecho a unificar valores, instituciones, relaciones y sistemas referenciales comunes que incidieron en los procesos culturales denominados subalternos, o de pueblos ajenos al dominante, que pervivieron y fueron capaces de resistir los intentos deculturadores del unificador nuevo Estado por la defensa a ultranza de su identidad cultural, hecho este que en Galicia fue posible por la fortaleza del mundo rural, la debilidad de su burguesía y la ineficiencia del Estado español, no de su estructura. J. P. Fusi dijo que los nacionalismos "periféricos" no fueron la respuesta de las regiones ante el centralismo del Estado, si no el resultado de largos procesos de consolidación, vertebración e integración de la propia identidad regional, y que iban a constituir una realidad más o menos duradera en la vida política española fuese cual fuese la naturaleza (centralista, federal, autonómica, provincial) del Estado español. Quizás eso se debe a la existencia de burguesías fuertes nacionalistas (y este no es el caso de Galicia) que pretendían montar también en su país lo que la burguesía "españolista" hacía en el conjunto del Estado. Por eso se habla de que España siempre fue "nación de naciones" y de que el sentido nacional español tiene que ser compatible con los otros para llegar, después de una profunda reflexión y de una auténtica pedagogía colectiva, a lo que podría ser el "patriotismo de la pluralidad", como señaló el recordado profesor Javier Tusell.

En la Modernidad -y con la excepción que confirma la regla personificada en el puerto de A Coruña ya bien entrado el siglo XVIII- la Galicia que crece razonablemente bien en su economía y población queda "ensimismada", cerrada en sus límites fronterizos, ideológicos y culturales, fortaleciendo su propia identidad de espalda a las nuevas realidades de su entorno, como lamentaron el P. Sarmiento y otros ilustrados. Pero también es bien cierto que es en esta época cuando empieza el discurso apologético de defensa de Galicia como entidad propia y cuando la Historia comienza a ser utilizada como instrumentum honoris.

A partir de la segunda mitad del XIX se inician de un modo transformador e influyente dos fenómenos substanciales que van a ser decisivos en la galleguidad y en la propia historia de Galicia: el nacimiento y evolución del galeguismo (tanto cultural como nacionalista) y el inicio de la emigración de masas y su carácter de autoidentificación (y no solo económico, social, etc..).

En cuanto al primero de estos fenómenos, el galleguismo, tenemos que recordar, aunque sea de un modo muy breve, la importancia que tuvo la Historia como un elemento constitutivo fundamental a lo largo de diferentes fases.