Benedicto XVI publica "La infancia de Jesús" y, recién presentada la obra, se ha desatado la polémica.

El Papa dice que no había mula ni buey en el portal de Belén y ya se han pronunciado desde los fabricantes de figuritas navideñas a las asociaciones belenistas. ¿Qué pasará, se preguntan, con las tradiciones, los villancicos, los pesebres y la imaginería católica de los últimos siglos? Era una creencia inocente, dicen las personas más piadosas, ¿qué necesidad había de arremeter contra ella? Y las más irreverentes o descreídas comentan que es el signo de los tiempos y hasta el portal llegan los ERE y las reducciones de plantilla...

Bromas aparte, lo cierto es que Ratzinger dice muchas más cosas: sitúa el nacimiento en un momento determinado de la historia (lamentablemente, en el año 15, y no en el cero como habríamos esperado); aventura que los Reyes Magos pudieron ser andaluces, traza la genealogía, ilustrísima, de Jesús y concreta el desarrollo histórico y geográfico de los hechos. Quizá porque escribe desde la fe le resulta irrelevante que los datos conocidos contradigan su versión.

El autor no se limita a construir un relato, más apoyado, eso sí, en la teología que en la documentación. Por momentos se parece más al narrador omnisciente, al novelista clásico que conoce a sus personajes y nos dice lo que hacen y también lo que piensan y sienten: por ejemplo, que María era una mujer "valerosa, de gran generosidad", que preparó "sin sensiblería" el nacimiento de su hijo. Ningún historiador riguroso se atrevería a hacer esas afirmaciones, ninguna persona razonable elevaría a rango de conclusiones lo que solo pueden ser suposiciones. Pero aquí hablamos de fe.

Y, sin embargo, parece que molesta. Molesta, sobre todo, a quienes cuestionan estos días la oportunidad de este libro, más que un detalle u otro. Desde adentro y desde afuera de la Iglesia juzgan casi frívolo que el obispo de Roma se entretenga en estos asuntos menudos y pasados en vez de emplearse a fondo en afrontar problemas graves y urgentes de su grey y del mundo.

Yo puedo entender el disgusto de la gente católica, pero no puedo estar de acuerdo con la laica, la más crítica en esta ocasión. De ninguna manera. Es más, creo que el líder de una religión tiene que hablar justamente de eso, de religión, de los evangelios y de las vidas de los santos. De lo que había o faltaba en el portal de Belén... ¿O preferimos que hable del matrimonio indisoluble, del pecado de la homosexualidad, del papel de la mujer en la sociedad o de los anticonceptivos? ¿Queremos que nos diga a quién votar en las elecciones o que nos cuente quién era María, cómo y dónde nació su hijo Jesús?

Es mejor así, porque cuando el papa de Roma habla sus palabras dan la vuelta al mundo o, al menos, a nuestro mundo. Cuando despliega su voluntad de imponer los valores y los modelos de vida cristiana al conjunto de la sociedad en España lo vemos transformarse en un formidable agitador, capaz de movilizar a las fuerzas vivas y a las masas, de conquistar las calles y los palacios, con un poder que extrañamente le otorgamos y que supera con creces el que ostenta y le corresponde.

Lo resumía un amigo, con mucha inteligencia: "El jefe de una pequeña potencia extranjera que, además, es una dictadura... no deberíamos tenerlo en cuenta". Pero lo cierto es que lo tenemos. Y cuando por fin habla de Cristo nos quejamos también... Es que no aprendemos.