Lleva ya meses Paul Krugman explicando la conveniencia de que Alemania se atreva a soportar algún punto más de inflación para aumentar así su demanda de productos y servicios de sus socios europeos en crisis.

Sería una forma, según el premio Nobel, de contrarrestar en cierta medida la ventaja comparativa que supone su capacidad de endeudamiento prácticamente sin interés como país y el bajo precio del dinero que toman prestado sus empresas frente al que tienen que pagar sus competidores mediterráneos

Pero el economista estadounidense parece predicar en el desierto. El Gobierno de la canciller Angela Merkel, con unas difíciles elecciones por delante, decididamente no está por la labor.

Y tampoco ayuda, sino todo lo contrario, la prensa germana a distender el ambiente. El último ejemplo lo tenemos en un alarmista reportaje que publica esta semana Der Spiegel.

"¡Cuidado, inflación!", titula con grandes caracteres rojos la más influyente publicación de ese país, que añade también en portada: "La sigilosa expropiación de los alemanes".

Su tesis central es que la inflación, provocada por los bancos centrales al dar a la máquina de imprimir billetes, si bien ayuda a los países a reducir su endeudamiento, se come de paso los ahorros de los ciudadanos y conduce a una "pérfida" redistribución de la riqueza, que perjudica sobre todo a los de abajo.

"Se trata de una callada, una sigilosa, una fría expropiación que ya ha comenzado", escribe la revista, que critica, entre otras cosas, el anuncio del presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, de que esa institución comprará sin límites bonos de los países que lo soliciten al antes llamado Fondo de Rescate Europeo y acepten las condiciones que les impongan sus socios. Pero Draghi no se ha quedado sólo con esa decisión, sino que sus colegas de Washington, Londres o Tokio están igualmente dispuestos a bombear más dinero en el sistema.

En pura ortodoxia del Bundesbank alemán, se trata de la receta equivocada: los Gobiernos, sobre todo el norteamericano, pretenden así reducir su endeudamiento en lugar de aplicar reformas y recortar el gasto público, aunque esto último signifique tener que soportar un nivel más alto de desempleo.

¿Un nivel más alto todavía?, podemos preguntarnos los españoles, que estamos sufriendo ya en carne propia, al igual que portugueses, griegos o italianos, las consecuencias de la negativa, voluntaria o impuesta, de nuestros gobiernos a aplicar recetas neo-keynesianas capaces de dinamizar de una vez la economía.

Los alemanes soportan actualmente un nivel de inflación del 2,2 por ciento, inferior al 2,7 por ciento de la Eurozona, pero siguen al parecer todavía aterrorizados por lo que ocurrió en 1923, cuando un dólar, que en 1914 valía 4,20 marcos, pasó a valer 4,2 billones, o cuando en el tiempo que un cliente tardaba en tomar dos tazas de café, la factura de su consumición subía de 5.000 a 14.000 marcos.

La prensa, como demuestra el reportaje de Der Spiegel, no deja de recordarles ese trauma nacional, y de nada sirve que Krugman y otros economistas, como el alemán Peter Bofinger, les expliquen que las circunstancias actuales no tienen nada que ver con las de la República de Weimar. Ya se sabe cómo influyen las percepciones, aunque sean irracionales, en el comportamiento de los individuos.

Y así, angustiados por la posible devaluación de lo ahorrado o de sus pensiones, los alemanes comienzan ya a buscar valores refugio como el oro o el sector inmobiliario, que se está calentando también en las ciudades como Múnich, Berlín o Hamburgo, y no sólo por las inversiones de aquéllos sino también por las que allí hacen ciudadanos del Sur de Europa deseosos de poner también sus ahorros a buen recaudo.