No me gustan los simétricos rostros de las modelos cuya belleza sin pifias se convierte fácilmente en soporte para la publicidad, como tampoco encuentro interesentes esos paisajes sin defectos que ni siquiera mejoran su aspecto al ser convertidos en postales. Los rostros demasiado hermosos son útiles para el comercio, igual que los paisajes impecables son ideales para el turismo. Resultan en cierto modo monótonos e inexpresivos, vapor empañado en la niebla, como esos estanques sin brisa a los que hay que arrojar una piedra para cerciorarse de que tienen agua. Respecto de la belleza femenina, la descripción de un rostro perfecto ofrece menos posibilidades artísticas que el retrato de una cara marcada por los estragos del tiempo, por la cicatriz de un golpe o por el desangelado abatimiento de una vida descorazonadora, dolorosa y abnegada. La mujer que despierta por la mañana radiante y descansada no es en absoluto más hermosa que cuando la encontramos rendida y decepcionada al final de la tarde, en esas horas en las que en la fotogenia de las mujeres echa sus cuentas el agotador ajetreo del día, cuando sus facciones acusan el hastío y prende en su rostro el rictus del escepticismo, la desalentadora sensación de que con su fotogenia habrán envejecido sin remedio la esperanza, la luz y los espejos. Esa es la mujer que me gusta, la que me atrae para admirarla, para detenerme a su lado y describirla. En comparación con ella nada me transmnite esa otra belleza inmaculada, irreprochable y ecuánime que me resulta anodina porque nada me dicen los rostros sin defectos, el aburrido palíndromo de esa perfección geométrica y nemotécnica que al instante de despertar admiración, produce indiferencia y presagia el olvido. Porque es fácil olvidar una cara perfecta; mucho más fácil que si se trata de un rostro pervertido por un vicio, socavado por un mal recuerdo o malversado por algún dolor, igual que un papel en blanco es menos memorable que un folio en el que por un simple descuido se nos haya caído una mancha de tinta. Aunque ellas no lo crean, a muchas mujeres les favorece la imperfección de un rasgo. Ocurre en ese caso como con la iglesia que si nos queda grabada para siempre en la memoria es porque la recordamos asociada al desaliñado mendigo que pedía limosna acurrucado bajo la lluvia en su puerta. Esa belleza femenina fría y geológica, esplendor de piedra, solo resulta conmovedora en el momento en el que amenaza ruina. Les ocurre a esas mujeres perfectas lo que a las envaradas estatuas de los parques, que resultan conmovedoras y aparentan vida solo cuando resbalan hasta su pedestal las meadas iconoclastas de los perros. Hace algunos años me encontré de madrugada en un bar con una chica que había sido mi novia adolescente mucho tiempo atrás. Un accidente de carretera había desfigurado su rostro y no la reconocí. Me habló y recordé su voz. Tomamos algunas copas y recordamos tiempos. Me besó en los labios al despedirnos. Era tarde y había mucho humo en el local. Algunos años más tarde le dediqué una artículo en el periódico y si no tuve noticia de ella fue porque un cáncer se la había llevado por delante. Y ahora que hablo de las literarias y hermosas bellezas lastimadas, recuerdo con emoción y gratitud el rostro escaleno de aquella chica y el almendrado sabor amargo de su beso tullido. Y me enorgullece que su rostro escarmentado por la cruel carpintería de aquellas horribles cicatrices me ayude a poner fin a mi columna de hoy con la certeza absoluta de que los cables del telégrafo siempre resultaron más expresivos si entre los gorriones que los frecuentaban se posaba de vez en cuando un cuervo.

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