En 1989, cuando hacía años que se venía hablando de que el vídeo había matado a la estrella de la radio, se estrenó la película «Sex, lies and videotape», que, por una vez y sin que por desgracia sirviera de precedente, se tituló en español, como parece lógico, «Sexo, mentiras y cintas de vídeo». Se trató de la primera película de Steven Soderbergh y fue premiada en Cannes y Sundance, y estuvo nominada al «Oscar» al mejor guión original. Como muchas personas sabrán, el título guarda relación con la afición de uno de los protagonistas a grabar en vídeo a mujeres hablando de sexo.

23 años después las estrellas de la radio gozan de buena salud y el vídeo homicida al que se refería la película ha pasado a mejor vida. Pero le han sustituido otros instrumentos cuyo uso desaprensivo tiene una potencialidad destructiva muy superior, no ya para otras formas de comunicación sino para cualquier persona con un mínimo de dignidad.

En estos días, se ha hablado mucho e, incluso, se ha visto un vídeo privado que afecta a la intimidad de una persona. Lo que ella decida hacer respecto al cargo público para el que ha sido elegida dependerá, por supuesto, de su voluntad, pero no debiera sernos indiferente el hecho de que su decisión pueda estar condicionada por la divulgación ilegal y masiva de ese vídeo; tampoco nos tendría que dar igual que lo que una persona haga de forma libre en su ámbito privado puede ser motivo para algún tipo de reproche público.

No obstante, el propio hecho de que se conozca el vídeo y que contribuyeran a eso bastantes personas y algún medio supuestamente de información puede ser indicativo de la progresiva, y parece que irremediable, degradación de una sociedad que, según el Preámbulo de nuestra Constitución, aspira a ser democrática y avanzada.

En este contexto de creciente banalización de derechos fundamentales como el honor, la intimidad o la propia imagen no parece trivial recordar algunas cosas que, por lo demás, son bastante obvias: en primer lugar, esos derechos, como fundamentales que son, nos corresponden a cada persona y, lo que importa ahora, vinculan a los poderes públicos pero también a los demás ciudadanos, que deben abstenerse de llevar a cabo conductas que los lesionen.

En segundo lugar, el derecho a la intimidad, como la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones o la protección de datos protegen nuestra esfera privada excluyéndola de la entrada ajena, pública o de otro particular, y ello como garantía de la dignidad y libre desarrollo de la personalidad que son, como dice el artículo 10.1 de nuestra Constitución, fundamento del orden político y de la paz social.

Con la protección de la intimidad se ampara, como ha dicho el Tribunal Constitucional, un ámbito propio y reservado de las personas cuya existencia efectiva es necesaria para alcanzar una mínima calidad de vida (STC 231/1988) y para determinar qué es «propio y reservado» ese mismo Tribunal ha venido atendiendo, en general, a lo que según las pautas sociales existentes en cada momento es legítimo excluir del conocimiento ajeno (STC 143/1994). Aunque el éxito de ciertos programas televisivos y la propia difusión del vídeo que se comenta podría hacernos pensar otra cosa, de momento la vida sexual de una persona es algo que pertenece a su intimidad y nadie sin su consentimiento puede someterla a ningún tipo de escrutinio público. Así lo ha dicho de manera expresa el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (entre otros, «asunto Dudgeon c. Reino Unido»), que además ha extendido la protección de la persona aunque los hechos tengan lugar en un espacio público abierto («caso Peck c. Reino Unido», sobre la divulgación de las imágenes de intento de suicidio del demandante grabadas por cámaras de vigilancia en la vía pública).

Que exista consentimiento para una grabación en un contexto privado no implica que luego se pueda difundir; incluso aunque se consienta en su divulgación, si la persona que lo aceptó inicialmente luego cambia de criterio debe respetarse su voluntad. Por otra parte, ni siquiera apelando al cargo público que desempeña una persona se puede justificar una intromisión en su intimidad cuando no tiene relevancia para la vida política o económica del país ni trascendencia alguna para la comunidad.

Frente a las lesiones a la intimidad nuestro ordenamiento ha previsto respuestas penales y civiles, dependiendo del tipo de menoscabo que se haya producido, pudiendo desembocar esas intromisiones en una condena privativa de libertad (artículo 197 del Código Penal) o en la obligación de reparar el daño causado (ley orgánica 1/1982, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen).

Las respuestas legales se dirigirán contra los que hayan cometido esas lesiones, pero sería necesaria también una reacción personal y social, de manera que cada uno de nosotros usara el poder de vigilancia que nos han dado las redes sociales y las tecnologías de la comunicación y la información para desnudar al poder y no para convertirnos en grandes o pequeños, pero siempre repulsivos, hermanos orwellianos.

*Profesor titular de Derecho Constitucional