No hay que ser un sismólogo, ni siquiera un perro entrenado en la percepción de los temblores, para saber que el terremoto español ya ha alcanzado todas las terminales nerviosas del país. La economía, los sindicatos, la educación, la sanidad..., y ahora la cultura.

La decisión del Gobierno de subir, también, el IVA que grava el cine, la música y el teatro, entre otras actividades, con el más alto nivel impositivo posible en la actual reestructuración de los impuestos, ha sacado a la calle, otra vez, a los gestores y a los actores de la cultura, a los que se han sumado los periodistas que se dedican al oficio de contar qué pasa en este ámbito.

En ocasiones precedentes, en otras legislaturas, el Gobierno del Partido Popular había excitado a los actores y a otros representantes de la cultura creativa, pero no había logrado concitar de la misma manera a los que se dedican a tareas administrativas en esos terrenos o a quienes informan de lo que pasa en la cultura en sus más distintas dimensiones.

La conjunción astral que ahora se da es una consecuencia, a mi juicio, de la incertidumbre que existe sobre la persistencia de la misma materia: ¿existirá la cultura si se la sigue limitando, si se sigue gravando al público que se sirve de ella, a los gestores que la administran o la hacen posible, a los que la hacen y a los que la disfrutan?

Las preguntas se las han hecho, con una actitud que combina el dramatismo con el sentido del humor, los periodistas culturales reunidos en San Sebastián por la Fundación Santillana y por la Universidad Menéndez Pelayo, comandados por Basilio Baltasar, que es el director de la citada fundación y que fue él mismo un destacado periodista cultural, tarea que sigue ejerciendo de una u otra manera a través de sus artículos y también a partir de esa actividad de acelerador cultural, como él dijo para referirse a la multitarea que ejerce el poeta (y periodista) Antón Castro.

Este acelerador cultural reunió en Santander estos días a un grupo numeroso, y muy variado, de periodistas, algunos de los cuales han organizado, en Cataluña y en Andalucía, unas incipientes asociaciones de Periodistas Culturales. Cuando los periodistas se juntan (lo cual es un milagro, muchas veces, y no solo un milagro sino una rareza) es que algo grave ocurre, es que han vislumbrado un terremoto, por ejemplo. Y en la cultura se está produciendo un terremoto del que hubo indicios suficientes en esa reunión de Santander y en la manifestación que hubo esta semana ante el Ministerio de Cultura. Ahí fue donde Javier Bardem dijo que se estaba amenazando el porvenir de toda una generación. De toda una generación, de los padres de esa generación y de los hijos de esa generación a la que el actor ve condenada desde ahora.

Es un terremoto que tiene su epicentro en un susto bien fundamentado. En la administración de la cultura, que el Gobierno ha sacado ahora a la calle anunciando la indefensión del sector, asustado ante los gravámenes. Y en la propia cultura, asustada por una crisis económica que es también una crisis de valores y que la sitúa en la vieja dicotomía entretenimiento/fundamento que se va decantando por la vía de la primera parte de esa contradicción. En la cultura domina ahora el entretenimiento frente a la reflexión, lo espectacular frente a lo sosegado o literario; eso se advierte, como es natural, en el tratamiento periodístico de la cultura. Mario Vargas Llosa lo advierte y lo denuncia en su último libro, que ha sido leído de lado, como si el Nobel estuviera hablando en contra del porvenir y como si el porvenir fuera siempre como les gusta a sus adalides.

De esas cosas hablaron los periodistas culturales en Santander, y del porvenir del periodismo, asunto al que volveremos en estas columnas de vez en cuando. No estuvieron estos periodistas culturales solo en la nebulosa de la discusión sobre su propio porvenir, sino que fueron al corazón de lo que preocupa hoy en esta sociedad perpleja: qué pasará con la materia misma de la que tienen que informar, si desaparece el teatro, si al cine lo apuñalan definitivamente, si es cierto que el libro desaparece, enterrado por enterradores interesados en que desaparezca la misma cultura del libro, bajo el disfraz de una falsa dicotomía, la del papel versus lo digital, si desaparece el mismo periodismo..., ¿qué tendrán que decir, de qué tendrán que informar, si el terremoto finalmente arrasa la hierba?

No es un problema del oficio, porque tampoco es un problema del oficio de los gestores culturales o de los actores o de los escritores, es un problema de la sociedad. El gravamen contra el que protestan no es solo un impuesto, es la expresión de un símbolo, cuyo cordón umbilical me parece que el Gobierno ha tocado con una falta de sensibilidad que tiene aún tiempo de corregir. Porque este terremoto no tiene solo los nombres propios de los que se han manifestado, es un terremoto que viene de más abajo, y llegará más arriba. Sería un error que resucitaran ahora, como se está haciendo, el tópico de la ceja. Harían muy mal en no escuchar este incipiente vocabulario de protesta. Porque si la cultura se desbarata, si se la priva de los estímulos sociales y educativos que precisa para desarrollarse, se está privando a la sociedad de una savia que es muy difícil regenerar. La cultura no es un monte, que crece de nuevo después de los incendios. Si ahora se la vacía, como dice Bardem, muchas generaciones sufrirán este abismo al que ahora nos asomamos.