Durante una larga hora de entrevista, Pujol quedó enmarcado en mi retina por el gigantesco lienzo de Tàpies que define a la Generalitat, como si un geniecillo juguetón de Miró se hubiera entrometido en la austeridad del primer y probablemente único gran maestro español nacido en el siglo XX. Así lo comprobábamos cuando nos zambullíamos en el Robert Hughes de El impacto de lo nuevo, y entre los pintores actuales sólo citaba al artista fallecido ayer. Acompañado en el terreno místico por Zurbarán. Tàpies pensaba antes de actuar, y se le asocian palabras como arpillera. Pujol actuaba para no pensar. La política del arte y el arte de la política, porque decenas de pintores impotentes han cargado su esterilidad al influjo despótico del maestro. Consideraciones baladíes ante una obra abrumadora. La facilidad de las críticas a Tàpies, saturadas cuando Boadella reivindica a Dalí, demuestran precisamente el riesgo que entraña su funambulismo. Extraer la culminación de un proceso estético donde otros coronarían un ridículo lacerante. A solas con Pujol, envuelto de Tàpies. Parecía que al president le molestaba la dimensión enfática y escurialense de la pared artificial, la sospecha de que Cataluña venía mejor definida por una categoría artística que por una gestión de la cotidianeidad comarcal. Claro que habría que contrastarlo con los protagonistas del duelo. Difícil, en un Tàpies que ante las entrevistas miraba siempre al suelo. De donde extraía su obra. Tàpies demuestra que el carácter europeo no radica en la originalidad, sino en la síntesis. El zen y la cruz desgarradora, la caligrafía y los volúmenes minerales, una vocación de heredero del Ramon Llull que inspira la metafísica y anticipa los ordenadores. Tal vez no sea el momento, pero aguardo con curiosidad el día en que Rajoy desprenderá de los salones de La Moncloa los mirós y los tàpies. Si ha reparado en ellos.