La aportación de los judíos a la cultura europea ha sido enorme. Y no sólo a través del cristianismo, cosa evidente, sino también, desde el triunfo de la Ilustración, por su activa presencia en las élites intelectuales, científicas, políticas y económicas del continente. Dividido éste en Estados soberanos mutuamente recelosos cuando no hostiles, los judíos fueron, hasta el Holocausto, el principal factor cosmopolita, y por tanto cohesivo, de la vieja Europa. El admirable escritor Stefan Zweig, un judío europeísta educado en la Viena supranacional, se lamenta en sus Memorias de que el nacionalismo "envenena la flor de nuestra cultura europea". Quienes escaparon de la persecución antisemita llevaron lo mejor del espíritu europeo a los Estados Unidos, donde constituyen un poderoso grupo de presión y, a través de la industria cinematográfica y televisiva, han venido sintetizando para el gran público global los valores del llamado credo americano. Aparte de esto, el exterminio de millones de judíos por los nazis les ha proporcionado, al menos en el mundo occidental, una amplia simpatía, alimentada por los conmovedores testimonios de todo orden sobre las atrocidades cometidas contra ellos con frialdad y determinación por la eficaz maquinaria burocrática alemana, servida por probos funcionarios y honrados padres de familia impregnados de lo que Hannah Arendt, refiriéndose a gente como Eichmann, llamó "la banalidad del mal". Desde Primo Levi a Vasili Grossman, la abundantísima literatura acerca de la "Shoah" nos deja psicológicamente impactados y exhaustos. "El hombre en busca de sentido", una obra bellísima del psiquiatra Viktor Frankl, alguien que sobrevivió al designio de la solución final, contiene una reflexión y una imagen que me emocionan hasta las lágrimas: "el hombre es ese ser capaz de inventar las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en ellas con la cabeza erguida y el o el