Meses después de que Bibiana Aído encargase cierto estudio sobre las gozosas utilidades del clítoris, un grupo de investigadores de la Universidad norteamericana de Rutgers le ha madrugado la idea al confeccionar un mucho más completo mapa del placer femenino. No hay quien pueda con estos yanquis.

La entonces ministra de Igualdad había detraído 26.000 euros de su presupuesto para cartografiar al detalle la hasta ahora poco explorada zona de la vulva en la que se encuentra ese pequeña protuberancia carnosa y eréctil. El propósito aparente –aunque no quedó del todo claro– consistiría en guiar a los más despistados (y despistadas) por esas intrincadas selvas próximas al Monte de Venus para evitar que confundiesen el clítoris con las témporas. Ignora uno si el empeño tuvo o no éxito, pero lo cierto es que aquella cartografía tenía un alcance bastante más limitado que la alumbrada ahora por el equipo del profesor Barry Komisaruk en la Universidad de New Jersey.

Si Aído reducía el ámbito de su encargo ministerial a un estudio sobre la inervación del clítoris y los labios menores, el doctor Komisaruk ha enriquecido ese catálogo con una investigación sobre los pezones y la vagina propiamente dicha. Para ello contó con un equipo de once voluntarias que, valiéndose de medios manuales o electromecánicos (también llamados vibradores), aceptaron estimular sus partes erógenas a beneficio de la ciencia. Los resultados de la pesquisa no pueden ser más sorprendentes.

El ensayo reveló que los tocamientos a título experimental llegaban a activar hasta treinta áreas distintas del cerebro femenino, como si de golpe se hubiesen encendido todas las luces de un árbol de Navidad. Parece demostrarse así la vieja teoría de que los sesos –con ese– son el órgano sexual por excelencia; y no el sexo, como equivocadamente creían los más simples. Faltan aún estudios complementarios sobre la reacción de los varones a los mismos estímulos que permitan confirmar –o refutar– la extendida idea de que a los hombres solo se les enciende una neurona en estos casos; pero tampoco corre prisa tal averiguación. No vaya a ser.

Más notables aún son los poderes sedantes y analgésicos del orgasmo descubiertos en el curso de su investigación por los sabios de Rutgers. Gracias al doctor Komisaruk –el muy picarón– ha quedado probado científicamente que los desmayos de algunas damas al llegar al clímax no eran fingidos, como acaso sospechasen sus recelosos compañeros de cama.

Sobra decir que esas propiedades analgésicas de la "petite mort" –que es como los franceses llaman al relax tras el orgasmo– abren grandes posibilidades desde el punto de vista sanitario. Una vez que se desarrollen y apliquen las conclusiones del tan mentado estudio, bastaría con sustituir la toma de pastillas por una adecuada estimulación genital como la experimentada –con fines científicos– por las conejillas de Indias del doctor Komisaruk. El ahorro en fármacos contra el dolor sería particularmente oportuno ahora que empieza a no haber dinero ni para tiritas; y, por si fuera poco, evitaríamos los efectos secundarios de la medicación al tiempo que le damos una alegría al cuerpo.

Todo esto ya lo habían intuido, por novedoso que parezca, gentes tan alejadas de la ciencia como San Juan de la Cruz o el Salomón a quien se atribuyen las delicias del Cantar de los Cantares. "Tu seno hecho cual taza a torno, que nunca está exhausta de preciosos licores", se extasiaba el viejo Salomón en uno de sus versos. Y donde la moderna ciencia solo ve pezones, clítoris y vaginas, él ya adivinaba las propiedades erógenas de los pechos de la mujer: esos "dos gamos mellizos paciendo entre blancas azucenas".

Venían a decir lo mismo que el doctor Komisaruk, pero, admitámoslo, con mucha mayor gracia. Y a mucho menor coste que los mapas del clítoris encargados por la ministra Aído en el BOE.