Uno de los pocos gajes que tiene la política es la obligación de desnudar sus patrimonios a la que están sometidos los cargos electos por el pueblo. El último resultado de ese striptease difundido ayer por las Cortes revela que los parlamentarios españoles son por lo general gente acomodada, aunque su cartera de propiedades, acciones y cuentas bancarias no difiera gran cosa de la de un ciudadano de las clases media o media-alta a las que supone que pertenecen.

Cierto es que la hacienda particular de algunos de los diputados y senadores roza o excede el millón de euros; pero cumple tener en cuenta lo mucho que ha subido últimamente el coste de la vida. Por lo demás, la riqueza que declaran los representantes del pueblo está más o menos al nivel de la de sus teóricos representados. Baste advertir que el ochenta por ciento de los españoles posee al menos una casa en propiedad y que el precio de un piso convierte a su dueño en millonario, siquiera sea en pesetas. Todo es según se mire.

Cuestión distinta es que los escépticos –en este país tan abundante en esa especie– duden de que lo declarado por los parlamentarios se corresponda con el verdadero volumen de sus bienes. Tampoco hay por qué exagerar. No estamos hablando de contrabandistas habituados a disimular sus propiedades en empresas con sede en Gibraltar o Panamá, como aquel famoso capo de Arousa que se encontraba tramitando los papeles del paro cuando la policía acudió a su mansión para arrestarlo. Si a los militares se les supone el valor, en los políticos hay que dar por sentada la honradez y, naturalmente, la sinceridad en la confesión de su patrimonio.

Más bien habría que hablar de modestia. "De dinero y santidad, la mitad de la mitad", sostiene un dicho con el que el añejo refranero parece aludir a lo mucho que por aquí se fanfarronea sobre esas dos cuestiones (a las que tal vez habría que añadir también la de la práctica del sexo). De hecho, en tiempos ya pretéritos solía definirse al español como un individuo bajito, con bigote y permanentemente cabreado por la sospecha de que su vecino no solo ganaba el doble que él, sino que tenía más éxito con las señoras.

Lejos de encajar en ese estereotipo tan antiguo, los diputados españoles son gente tirando a anodina a la que resultaría improbable imaginar exhibiendo riqueza, mansiones y cortes de solícitas azafatas como a menudo luce su colega italiano Berlusconi, por poner un ejemplo. De ahí que los peor pensados se malicien –sin fundamento objetivo alguno– la posibilidad de que los parlamentarios obligados a desnudar sus cuentas y propiedades en público sean igualmente modestos a la hora de confesar sus propiedades. Ninguna prueba hay, sin embargo, de que alguno haya caído en la tentación de declarar la mitad de la mitad, salvo opinión de Hacienda en contrario.

Modestias aparte, lo que ha venido a desvelar el censo de bienes de los diputados es que el dinero no entiende de ideologías. Ahí compiten en auténtico pie de igualdad el millón de euros declarado por el veterano conservador Manuel Fraga y la similar cantidad que, céntimo arriba o abajo, posee para su fortuna el candidato socialdemócrata a la presidencia Alfredo Pérez Rubalcaba. Igualmente desahogada –aun sin contar pisos– es la posición del líder de la derecha Mariano Rajoy, con un registro de 600.000 euros y la del comunista Gaspar Llamazares, que guarda algo más de 300.000 en varias cuentas bancarias. Mucho más que el color rojo, azul o rosa de las ideologías, lo que de verdad iguala a quienes tienen la fortuna de poseerlo es el color del dinero.

Tal vez sea esa la razón que explique la rara unanimidad con la que los parlamentarios de izquierda y derecha suelen –o solían– aprobarse la subida del sueldo al comienzo de cada legislatura. En cuestiones sagradas como el dinero y la santidad conviene no andarse con bromas.