Por más que los aliados y hasta hace nada amigos de Gadafi le exijan que se vaya de una vez, el dictador libio insiste en no ponerse al aparato en esta peculiar guerra de Gila que se libra en el norte de África. No va a haber más remedio que pedir la mediación de Telefónica en el conflicto.

La que más telefonazos le da –sin el menor éxito– es la ministra de Exteriores de Estados Unidos, Hillary Clinton, que esos días de ahí atrás denunció los brutales ataques a la población civil perpetrados por las tropas del sátrapa mediante el uso de bombas de racimo. Nada más cierto. Muchos de esos artefactos criminales que se abren como muñecas rusas y matan indiscriminadamente todo lo que haya debajo fueron fabricados en España y –contra lo que pudiera parecer– no se los vendió Franco a Gadafi.

En realidad, la transacción de esos racimos de uvas explosivas se produjo hace apenas cuatro años, coincidiendo con la visita del ahora dictador y entonces colega libio a España, donde fue acogido con los brazos abiertos por el Gobierno que presidía y aún preside el sonriente Zapatero. Dado que el primer ministro español goza justa fama de pacifista, no queda sino deducir que se trató de una confusión. Lo más probable es que el jefe del Gobierno creyera que le estaba vendiendo a Gadafi bombas de palenque de las que se usan aquí para dar lustre y lucerío a las fiestas patronales. Al igual que las bombas de racimo, estos cohetes domésticos liberan al estallar otros fuegos de artificio: y esa ha de ser sin duda la razón del equívoco –a todas luces enojoso– que tanto incomoda ahora a las autoridades de España.

Entre este y otros sucesos, la de Libia empieza a ser como la guerra de Gila, solo que en bruto y con más sangre. No por ello deja de tener aspectos cómicos, desde luego. Ahí está, por ejemplo, el caso de la Fundación Internacional Gadafi que preside el hijo del dictador, a quien su padre impuso el pacífico nombre de Saif Al Islam (o Espada del Islam). La Fundación dirigida por Saif a punta de espada tiene entre otros beneméritos cometidos el de velar por la "protección de los derechos humanos", la salvaguarda de las "libertades fundamentales" y el apoyo a las "víctimas de la guerra". No es de extrañar que tan nobles propósitos estén avalados por un Consejo Asesor del que formaban parte hasta no hace mucho el presidente de la Internacional Socialista Georges Papandreu, el ex primer ministro italiano Giulio Andreotti y el premio Nobel de Medicina Richard J. Roberts. Casi todos ellos han dimitido en los últimos meses, tras advertir –súbitamente– que el régimen de Libia era una dictadura. Quién lo iba a decir.

Aún hay más motivos para la perplejidad. Gracias a los papeles de Wikileaks se ha sabido estos días que un tal Bin Qumu, encarcelado durante años en Guantánamo por su pertenencia a Al Qaeda, es ahora el líder de una brigada de los "rebeldes" –también llamados "población civil"– que combaten a las tropas de Gadafi en la guerra de Libia. Azares de la Historia han hecho que el antiguo enemigo y prisionero (clandestino) de Norteamérica se convirtiese por arte de birlibirloque en un aliado de los aliados que le apoyan con sus cazabombarderos, sus portaaviones y sus fragatas. Nada nuevo si se tiene en cuenta que los americanos armaron también en su día al mismísimo Osama Bin Laden cuando éste era uno de los suyos y combatía a los soviéticos que habían invadido Afganistán allá por los años ochenta.

No es Zapatero, por tanto, el único líder occidental al que Gadafi engañó para que le vendiese armas y le prodigase sonrisas tanto o más letales que aquellas. Incluso Hillary Clinton acaba de descubrir que el sátrapa utiliza bombas de racimo made in Spain en su propósito de masacrar a las tribus adversarias. Casualidad o no, Hillary se pronuncia algo así como "Gílari". Nada más apropiado para una guerra que empieza a parecerse a las de Gila.