El ya expresidente egipcio Hosni Mubarak molaba mucho hasta hace poco: y no sólo porque su partido perteneciese a una organización de tanto pedigrí como la Internacional Socialista. Siendo eso curioso, aún resulta más notable el hecho de que los líderes del mundo democrático, desde Obama a Merkel y de Sarkozy a Zapatero, posaran gustosamente junto a él con gran aparato de sonrisas y hasta de abrazos. Quizá sus asesores no les informaron de que el faraón era un déspota con tiempo suficiente para evitar esas fotos que la caída del antiguo amigo ha convertido en embarazosas.

Todos esos dirigentes, conservadores o progresistas, se felicitan ahora por la caída del dictador al que hasta hace apenas unas semanas incluían en su panda de amigos con derecho a roce diplomático. Tan buen rollo había con Mubarak que alguno de ellos, como el primer ministro francés Fillon, aceptó que el tirano lo agasajase con un crucero gratis total por el Nilo. Y mucho es de temer que el dictador prodigase esas generosidades con otros de los que entonces eran sus colegas, antes de descubrir, súbitamente, que estaban tratando con un autócrata.

Curiosamente, el único de sus aliados que, aun criticándolo, no renegó de Mubarak fue el presidente de Israel, Simon Peres. Parece lógico. Egipto es, junto a Jordania, el único país árabe que firmó la paz con el Estado hebreo y, a mayores, las autoridades israelíes temen más que a un nublado la eventual instauración de una teocracia islámica como las de Irán o Gaza en la tierra de las pirámides.

Menos coherentes o tal vez más olvidadizos, los demás miembros de la comunidad democrática internacional fingen ahora no haber conocido al faraón con el que tan alegremente solían retratarse. Tanto es así que al partido de Mubarak lo expulsaron de la Internacional Socialista apenas unas horas después de que el pueblo se le encabritase al dictador. Otro tanto había ocurrido semanas atrás con la Agrupación Constitucional Democrática del tunecino Ben Alí (por mal nombre Alí Babá), una vez que los socialdemócratas europeos cayeron en la cuenta de que el gerifalte de Túnez recién depuesto era un mangante. Tardaron nada menos que veintitrés años en llegar a esa conclusión y darle pasaporte a su partido, pero ya se sabe lo despacio que a veces van las cosas de palacio.

Se diría incluso que los dictadores comienzan a serlo sólo cuando pierden el poder, tal que acaba de ocurrirles a Mubarak y Ben Alí. No es el caso del guineano Teodoro Obiang, a quien cortejan todas las grandes y no tan grandes potencias desde que el hallazgo de una enorme bolsa de petróleo convirtió a la antigua colonia española en el tercer productor de crudo de África. El oro negro obró el prodigio de convertir al déspota que administra su país como un cortijo en un respetable hombre de Estado con el que se puede y se debe hablar (de negocios, mayormente). Acaso eso explique la visita que hace un par de años le rindieron el entonces ministro de Exteriores Miguel Ángel Moratinos y el senador Manuel Fraga: o la que acaba de hacerle el presidente del Congreso, José Bono, en compañía de un granado ramillete de portavoces de los principales partidos representados en la Cámara.

Aún más demócrata que Mubarak y Ben Alí, Obiang suele ganar las elecciones con un literalmente increíble 99,99 por ciento de los votos. Poco importa que las organizaciones internacionales de derechos humanos le acusen de perpetrar desmanes y brutalidades contra su población. El petróleo tiene el poder de engrasar voluntades con tal fuerza que ninguno de los muchos líderes que visitan a Obiang ha querido hacer referencia a esas enojosas cuestiones de orden interno. Otra cosa es que cuando caiga -si llega a caer-, los paladines del Occidente democrático descubran inesperadamente que Obiang era un dictador. El mismo con el que ahora comparten fotos y sonrisas.

anxel@arrakis.es