Mientras la China ex Roja y algunos países latinoamericanos comienzan a alumbrar una briosa clase media, España va perdiendo poco a poco la suya bajo el efecto combinado de las subidas del paro y los precios y la bajada de los salarios y las pensiones. Desmoronada la ficción de prosperidad que mantuvo durante una década el casino del ladrillo, volvemos casi sin advertirlo a la economía del patacón.

Solo los más viejos de la tribu recordarán ya el pataco o patacón, nombre con el que se conocían las monedas de diez céntimos cuando la peseta gozaba aún de cierta prestancia y valor de mercado. Era una unidad de cuenta informal para tiempos de penuria muy popular en Galicia, aunque también usada en el resto de España. Así lo prueba, al menos, el hecho de que la Real Academia la incluya todavía hoy en su diccionario.

Local e internacional a la vez, el patacón fue llevado a Ultramar por los emigrantes gallegos, según se pudo comprobar durante la última crisis del “corralito” en Argentina, por ejemplo. Despobladas sus arcas -como ahora lo están las españolas-, el Gobierno argentino tuvo que recurrir a unos pagarés de escaso valor y difícil cobro llamados “patacones” para el abono de parte de las nóminas de sus empleados.

Tampoco conviene excederse en las comparaciones, claro está. No es que España haya sido expulsada -todavía- de la zona euro y menos aún que el Gobierno estudie la posibilidad de instaurar el patacón como nueva divisa. En realidad, el Estado español carece ya de competencias para devaluar la moneda, de tal modo que su única opción frente a la crisis consiste en ir depreciando hasta donde se pueda el nivel de vida de los ciudadanos. La consecuencia aparente es una mengua de tamaño de la clase media, que en estos años de crisis ha encogido hasta representar ya solo el 42,9 por ciento de la población: una cifra que no se recordaba desde los remotos tiempos del pataco.

Si a ello se le suma el aumento del número de pobres y -paradójicamente- el de ricos, el retrato socioeconómico de la España actual empieza a parecerse más de lo deseable al de uno de esos países en vías de desarrollo que echan en falta el colchón amortiguador de la clase media.

Puestos a hacer de la necesidad, virtud, el viejo patacón bien podría ayudarnos a afrontar con mejor ánimo los tiempos de escasez que apenas acaban de comenzar. De hecho, la crisis hace que la gente mire más por los cuartos y ya no caiga en el exceso de contar los euros de uno en uno, como si los céntimos fuesen cosa de pobres. Puede parecer un detalle anecdótico, pero en realidad es todo un síntoma de que hemos dejado de atar los perros con longanizas y de que el sueño de ser eternamente ricos ha pasado a la Historia.

Aunque un poco tarde, hemos caído por fin en la cuenta de que no somos esos alemanes a los que, según cierto risueño presidente, no tardaríamos en igualar en renta per cápita. Ni siquiera los italianos a los que ya mirábamos por encima del hombro o los franceses a quienes estábamos a un paso de desbordar en opulencia. Atrás queda la época dorada de la construcción en la que el dinero corría a caño libre y la llegada del euro nos pilló con la cartera llena y el talante lo bastante dispendioso como para que el Gobierno nos riñese por dejar propinas de un euro en los bares.

Olvidada aquella breve y al parecer engañosa bonanza, los otrora despreciados céntimos -es decir: patacos- empiezan a recuperar ahora valor en el deteriorado bolsillo de la gente. Con un euro más fuerte de lo que acaso convendría a nuestras finanzas y una economía que factura menos mercancías que desempleados, mucho es de temer que los españoles deban acostumbrarse a tratar otra vez con el patacón. Esto empieza a parecer un capítulo de “Cuéntame” para nostálgicos. Solo que en la vida real.

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