Opinión
¿Quién teme al internauta feroz?
Rogelio Fenoll - Jefe de Cultura del diario Información
Asisto estos días estupefacto al debate sobre la llamada "Ley Sinde", sorprendido ante los argumentos empleados por "los internautas", así, en plural mayestático, que reclaman el todo gratis, bueno, sólo para ciertos productos culturales, y que representarían el sentir de todos los usuarios de la Red. Leo y oigo hablar del "poder de la Red", que ha resultado ser el más fáctico de los poderes, y me sorprendo aún más cuando escucho lo de la "movilización" de los internautas. Veo que con relativa frecuencia se asocia internauta con ciberactivista, o simplemente activista, o, desde otro punto de vista, pirata. Pero ¿Es así realmente? ¿Hay una movilización social? ¿Están todos los usuarios de internet en contra de la ley? ¿Son todos los usuarios piratas potenciales? ¿Nos estamos jugando la neutralidad y el control de la web? ¿Asistimos a una revolución cultural y, por qué no, económica?
Anagrama acaba de reeditar una de las más hilarantes obras del maestro del periodismo Tom Wolfe. En ¿Quién teme a la Bauhaus feroz? el neoyorquino se despacha a gusto con los padres de la arquitectura moderna y con las clases dirigentes que cayeron rendidas a sus pies tras la Segunda Guerra Mundial, con aquellos jóvenes que pretendían empezar de cero, borrar las huellas del pasado y levantar nuevas ciudades y mansiones. Eran unos revolucionarios que procedían del marxismo y que acabaron integrados en el capitalismo norteamericano. Dictaron unas normas sobre cómo debían ser nuestras casas y nadie osó chistarles por más incómodas o absurdas que nos resultaran. Los partidos políticos españoles han actuado igual que aquellas clases dirigentes, temerosos de enfrentarse al internauta feroz que es capaz de tumbar sus páginas web si se atreven a legislar en contra de sus intereses. A esa amenaza, a esos ataques, tal vez chantajes, se les agrupa bajo el paraguas de "movilización". Pero nadie ha salido a la calle a protestar –las concentraciones ante el Congreso el martes fueron insignificantes, como también ocurrió la semana anterior con las manifestaciones por Wikileaks– y todo el movimiento se reduce a sentarse ante un ordenador y ejecutar un programa de bloqueo de páginas. ¿Se imaginan qué pasaría si un millar de personas se reúne ante el MediaMarkt al grito de abran las puertas que me lo llevo todo?
Lo que defienden es bien sabido; que la música, los videojuegos, los libros y todo lo que sea susceptible de convertirse en un archivo digital pueda correr libremente por el ciberespacio sin coste alguno para ellos. Tal vez sean las mismas personas que celebran que, por ejemplo, Zara abra una tienda virtual donde comprar productos físicos.
Leo en una web que el 2% de los usuarios diarios de esa página compra alguna prenda. No tengo noticias de que la web de la firma de Amancio Ortega haya sufrido algún ataque, que alguien haya inventado un programa para conseguir una blusa sin realizar antes una transacción electrónica. Tampoco he escuchado a ningún ciberactivista reclamar, como el derecho constitucional a la cultura, el derecho al agua, a los alimentos, a una vivienda, o que se haya agrupado para atacar la reforma laboral o la de las pensiones. Pero sí exigen con contumacia que lo que tiene un precio en la calle, como los discos de Serrat, estén disponibles sin coste alguno en el ordenador. Por los pantalones de Zara siguen pagando religiosamente, ya sea en la franquicia del centro comercial o en la página web. En esta guerra, la primera que discurre en el ciberespacio, no en lo que hasta ahora entendíamos por espacio público, aunque con serias implicaciones en el mundo real, se presenta a los internautas –¿a los 20 millones que tienen conexión a Internet?– como visionarios de una revolución cultural que ellos han sabido anticipar frente al inmovilismo de la industria cultural, pero su revolución, como la de otros integrados, no pretende realmente cambiar el sistema, porque reclamar la gratuidad de unos productos al tiempo que engrosan las arcas de las grandes operadoras es absurdo.
La situación es disparatada porque estamos discutiendo si es justo pagar o no por algunas cosas, pero no por la mayoría, por eso urge resolver qué es gratis y qué no, urge regular quién decide lo que es gratis. En este debate en el que parece normal preguntarse si el creador cultural tiene derecho a cobrar por cada copia de su obra, pero no se discute que el diseñador industrial obtenga ingresos por la manufactura en serie de su producto. El disparate es tal que alguna asociación de consumidores se suma a la defensa del intercambio libre de archivos, como si esas personas fueran consumidores cuando no ha habido compra venta. Empecemos, pues, a colgar planos arquitectónicos, diseños industriales protegidos, manuales de fabricación, ¿o es que solo nos atrevemos con los músicos o los escritores en esta revuelta de salón en la que siempre ganan las grandes corporaciones de telecomunicación?
El creador es el único con derecho a decidir si ofrece gratis su trabajo, al igual que los medios de comunicación son soberanos para cobrar o no por sus contenidos, tanto en papel como en Internet.
Urge una norma que regule las descargas digitales y que afronte sin miedo la reforma de la ley de propiedad intelectual y eso conlleva abordar el canon digital y la copia privada, porque la situación que ahora vivimos es consecuencia de lo que hace unos años decidieron sus señorías. Pero debiera hacerse de otra manera a como lo ha planteado el Gobierno, con una ley propia –no con un par de artículos dentro de la Ley de Economía Sostenible–, tal vez con un nuevo titular al frente del Ministerio de Cultura –menos contaminado que la señora González-Sinde, directora y guionista cinematográfica–, hablando con todo el sector, incluidos los que se erigen como supuestos representantes de los internautas. Habría que suprimir el canon digital, que ha tenido un efecto perverso pues ha generado tal cabreo que muchos se han considerado legitimados para descargar de todo, puesto que ya han pagado por el derecho a la copia privada. Y el concepto de copia privada debería desaparecer porque también es un anacronismo que ha dado pie al intercambio –o pirateo– de archivos de forma indiscriminada y a un galimatías jurídico en el que un magistrado condena lo mismo que otro absuelve. Sin derecho a copia privada, que es la que permite que se suban a Internet archivos protegidos por derechos de autor para su disfrute por miles de personas, se acabarían las webs de descargas, las p2p y el visionado en screaming de contenidos protegidos. Pero para eso hace falta una clase política menos pendiente de cálculos electorales.
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