Opinión | Inventario de Perplejidades

Valor de las confidencias

José Manuel Ponte

Un presidente de Gobierno socialista todavía en ejercicio desde hace más de seis años, y otro que lo fue durante más de trece, hicieron confidencias a la prensa sobre actos de su exclusiva incumbencia. Es decir sobre ese tipo de actos que la ley no les obliga a revelar, porque pertenecen al mundo de los dilemas mentales previos a hipotéticas decisiones políticas. El más veterano de los dos, Felipe González, confesó que aún dudaba sobre si no habría actuado bien al no ordenar la voladura de la cúpula dirigente de ETA cuando mantenía una reunión clandestina en Francia. Y por si no fuera suficientemente explícita la voluntad de justificar el uso de la violencia desde los poderes del Estado, insistió en afirmar que no hubiera dudado en ordenar la muerte de los autores del atentado de Hipercor en Barcelona si supiera, con la antelación suficiente, que iban a cometer aquel horrible crimen contra ciudadanos indefensos. Ninguno de esos dos casos se llegó a dar en la realidad y por tanto la confesión no tiene otro valor que el de una reflexión intelectual sobre la supuesta legitimidad del uso de la violencia por parte del máximo dirigente de un Estado para impedir la violencia de aquellos que quieren atacarlo. En otras palabras, lo que quiso explicarnos Felipe González es que si hubiera llegado a actuar de esa forma lo que estaría perpetrando no seria un crimen de Estado, como le imputaron algunos con ocasión de las investigaciones judiciales sobre el GAL, sino un acto de legítima defensa. Hubo muchas interpretaciones sobre estas confidencias y sobre el objetivo que buscaba al hacerlas. En el bando de los que simpatizan con su figura y con sus ideas cundió la sensación de que el ex presidente pretendía un ajuste de cuentas con el pasado absolviéndose de todo sentimiento de culpa con la arrogancia un tanto ensoberbecida que lo caracteriza. Por contra, en el bando de los que lo detestan, se vio este ejercicio de simulación como el reconocimiento implícito de un solapado comportamiento criminal. Las otras confidencias polémicas son de la cosecha del actual presidente. El señor Zapatero, con su espectacular cambio de rumbo en la política social y económica, se ha convertido en una especie de doctor Jeckill de la izquierda española y sufre transformaciones ideológicas monstruosas de un día para otro. El lunes pasado, con ocasión de una copa ofrecida a la prensa en el palacio de La Moncloa (antes se decía un vino español), dijo informalmente en uno de los corros que ya había tomado una decisión sobre su hipotética candidatura a la reelección presidencial y que las dos únicas personas que sabían el sentido de la misma eran su mujer y un destacado miembro del PSOE cuya identidad no quiso desvelar. Ni que decir tiene que las especulaciones se dispararon y mientras unos quisieron interpretar la confidencia como un aviso de renuncia otros la tomaron como una broma. Al margen de si debe o no considerarse una frivolidad seguir jugando al escondite, lo que si queda claro es que el círculo de estricta confianza del presidente se reduce a su mujer y a un miembro (o "miembra" que diría la ex ministra Aido) de su partido. Falta por saber si también a estos dos les habrá dicho lo mismo y al mismo tiempo, o les ofreció una versión distinta a cada uno de ellos. Después de ver lo que hizo con su promesa de no tocar las pensiones, cualquier cosa es posible.

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