Opinión | Crónicas galantes
De la lotería solidaria al Gordo privatizado
Anxel Vence
Víctima de la típica furia del converso, el Gobierno que iba a hacer de España un reino de la cosa pública ha acabado por privatizar los aeropuertos y hasta el Gordo de Navidad. El sorteo de este año será probablemente el último que el Estado organice en su singular papel de croupier, antes de entregar a las casas de apuestas el treinta por ciento del gran casino al aire libre que venía gestionando en exclusiva desde los tiempos de Franco. Ni la nostalgia ni la Lotería son ya lo que eran.
La medida no deja de ser coherente con los virtuosos principios del Consejo que preside Zapatero. Ningún otro persiguió con tanto empeño los vicios del tabaco y el alcohol, circunstancia que hacía particularmente incomprensible el hecho de que siguiese promoviendo la ludopatía por medio de la Organización de Loterías y Apuestas del Estado. Ahora ha decidido poner fin a esa incongruencia con la venta de un tercio del negocio a la libertina empresa privada, para que esta comparta con el Gobierno el pecado y los beneficios.
No están del todo claras las ventajas si se tiene en cuenta que la explotación del juego era una especie de Hacienda bis con la que el Estado ingresaba miles de millones de euros cada año a cuenta de ordeñar la Primitiva, la Bonoloto, la quiniela y demás rifas de la tómbola España. La explicación reside en las urgencias de dinero fresco para atender a la multitud de acreedores que se apelotonan ante la Tesorería del Estado; pero aun así, el precio a pagar va a ser la pérdida de una tradición tan establecida como la del Gordo de Navidad.
Efectivamente, el sorteo navideño constituía tiempo atrás una de las últimas esperanzas de los pobres y –lo que es más importante- un ejercicio de solidaridad y buenos propósitos muy apropiado para estos días de Pascua.
Por entonces, la tele, la radio y los papeles solían jalear el hecho de que el Gordo estuviese "muy repartido" y celebraban con la adecuada dosis de ternura que la fortuna premiase a gentes de pocos recursos, cuando no decididamente menesterosas.
Era creencia generalizada, además, que el grueso del primer premio habría de caer en aquellas tierras afligidas durante el año por algún tipo de catástrofe. Tal ocurría, desde luego, en la época del general Franco, cuando las inundaciones en Valencia eran auspicio casi infalible de que el Gordo favorecería a ese reino de Levante, como a menudo ocurrió. La Lotería navideña pasaba a convertirse de este modo en una especie de Fondo de Compensación Interterritorial con el que el bombo del Estado resarcía a las zonas devastadas por otros azares.
Ese espíritu navideño tan característico del Gordo ha ido desapareciendo al mismo tiempo que aquella España preindustrial que aún confiaba en la Providencia y en los cuentos de Dickens como vía para resolver sus problemas. Por no conservarse, ni siquiera se conserva el talante solidario y lleno de buenos propósitos que en cierto modo era la imagen de marca del sorteo de mañana. Muy al contrario, la experiencia sugiere que la masiva compra de participaciones en Navidad obedece más bien al temor a quedar marginado en caso de que el premio toque a los colegas en el bar o en el lugar de trabajo. Un sentimiento que, reconozcámoslo, está lejos de ser solidario y en modo alguno navideño.
La venta -siquiera sea parcial- de la Lotería del Estado a las casas de apuestas viene a dar ahora la definitiva puntilla al Gordo que todavía hoy sigue formando parte de las tradiciones de Navidad. Los afortunados seguirán descorchando champán ante las cámaras y hasta es posible que el premio caiga muy repartido según los deseos populares; pero ya no será lo mismo. Último reducto de la solidaridad y el equilibrio financiero entre los reinos autónomos, la lotería está a punto de convertirse en un negocio como otro cualquiera. Van a conseguir que no creamos ni en la suerte.
anxel@arrakis.es
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