Opinión | Crónicas Galantes

Manifiesto contra el agua

Anxel Vence

Por extraño que parezca, la última Conferencia Mundial sobre el Cambio Climático estuvo a punto de prohibir el agua. Algunos de los delegados que asistían a la cumbre organizada este mes en Cancún por Naciones Unidas firmaron, en efecto, un manifiesto en el que se exigía a los gobiernos la inmediata prohibición del monóxido de dihidrógeno, también conocido por la más sintética fórmula H2O.

No era para menos. El citado monóxido, que en su forma líquida conocemos por el más popular nombre de agua, es una sustancia que contribuye a la erosión de los suelos, produce oxidación y corrosión en los metales, está presente en la lluvia ácida e, ingerida en ciertas cantidades, causa el ahogamiento de los seres humanos. Y no sólo eso. La organización DHMO, consagrada a la labor de alertar sobre los riesgos de este peligroso tóxico, viene recordando desde hace años que el agua puede producir graves quemaduras cuando se presenta en estado gaseoso de vapor. Si a todo ello se añade que es el principal factor desencadenante de las inundaciones, no habrá de extrañar que algunos hombres de ciencia -y de conciencia- suscribiesen en Cancún una petición a favor de que se prohíba tan dañino elemento.

Felizmente, se trataba tan sólo de una broma ideada con el propósito de poner a prueba los conocimientos y, sobre todo, el grado de credulidad de los especialistas en el calentamiento global de la atmósfera. Aunque algunos de ellos cayeran en la trampa, lo cierto es que lo hicieron a título particular y no hay razón alguna, por tanto, para temer que las Naciones Unidas o cualquier otra alta institución vayan a incluir el agua entre los enemigos declarados del medio ambiente.

No hará falta subrayar lo tranquilizadora que resulta la noticia para la Humanidad en general y para Galicia en particular. Efectivamente, la prohibición del monóxido de dihidrógeno tendría efectos letales sobre la especie, habida cuenta de que el principal ingrediente del cuerpo humano es el agua de la que rebosa hasta tres cuartas partes del total. En el caso de Galicia, la medida supondría simple y llanamente la abolición del país.

Cuesta imaginar, desde luego, cómo podría sobrevivir tras la proscripción del agua un reino tan empapado como este, con sus mil ríos, sus dos mares y las duchas gratis que proporciona a sus habitantes la tenaz boina de nubes que lo cubre durante la mayor parte del año. Galicia es un gigantesco balneario regido por la ley de las humedades que, a mayores, tiene por capital a Santiago: ciudad famosa por haber convertido la lluvia en un elemento artístico comparable a la fachada barroca de su catedral.

Este es un país de agua en el que ha llovido tanto como para que corriese por ahí cierta leyenda -a todas luces exagerada- según la cual muchos gallegos tienen ya branquias de pez en lugar de bronquios. La ciencia no ha confirmado todavía esa improbable mutación genética, pero sí alcanzó a constatar la existencia de un caudaloso régimen de lluvias que -junto al marisco y el rubio de batea- nos hace fácilmente identificables entre todos los demás reinos de la Península.

Lo que los gallegos ignoraban hasta ahora es que estuviesen rodeados por cielo, mar y tierra de una sustancia tan peligrosa como el monóxido de dihidrógeno (o DHMO, por decirlo en sus todavía más inquietantes siglas en inglés). Consuela saber que esa ignorancia la comparten también algunos de los expertos participantes en la última conferencia para la salvación del planeta que no dudaron en firmar un manifiesto a favor de la prohibición del agua. A ellos habrá que encomendar ahora la difícil tarea de investigar cuál es el misterio de la supervivencia de Galicia, impregnada desde hace siglos por ese pernicioso tóxico. Va a ser que tenemos mucho aguante.

anxel@arrakis.es

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