Tal y como se suele explicar en las aulas, los principios de la justicia no admiten componendas. Tienen una validez universal, no sujeta a cambalaches. La teoría liberal (en el sentido económico) convirtió ese fundamento ético en cuestión de naturaleza a través de las llamadas leyes del mercado, cuya universalidad no sería ya un asunto de elección moral. Vendría impuesta por la naturaleza de las cosas y, de tal suerte, oponerse a tales leyes sería no sólo un error ético sino una estupidez. Por más que critiquemos la ley de la gravitación universal o el segundo principio de la termodinámica, por injusto que nos pueda parecer el caernos cuando estamos en lo más alto, o el desaparecer justo tras haber logrado el sueño de nuestras vidas, es absurdo imaginar siquiera que hay forma alguna que nos permita convertirnos en ángeles ingrávidos y eternos.

La cantinela del Tea Party estadounidense nos ha devuelto a esa idea bien simple que combate la justicia distributiva en nombre de las leyes naturales. Es natural disfrutar de los recursos que uno ha obtenido con su trabajo; Locke lo dijo. Por más que cuesta trabajo creer que los defensores de la ultraderecha norteamericana leyesen jamás a Locke o, ya que estamos, a cualquier otro autor, los precedentes de dicha postura ultraliberal vienen de muy lejos. Tanto como para que haya que echar mano de la memoria invocando lo que se decía antes para entender mejor lo que se sostiene ahora mismo.

Irlanda fue puesta como modelo hace muy pocos años por el pensamiento ultraliberal del laissez-faire, y no tanto por razones filosóficas al estilo de las del contractualismo como por la bien pragmática constatación de que, merced a la reducción brutal de impuestos, la economía irlandesa iba viento en popa. Sus números de crecimiento asombraban a propios y extraños. Se trata, por cierto, de aquellos mismos tiempos invocados hoy como felices y que, con un atrevimiento que sonroja, los ultraliberales al estilo de doña Esperanza Aguirre sostienen que se debieron a la gestión basada en ese concepto peculiar de lo que es y lo que debe ser lo justo. La ausencia de impuestos, la privatización, la idea general de que cada uno debe hacer de su propia capa un sayo, llevó de manera obligada, gracias a las leyes naturales que gobiernan los intercambios económicos, a la prosperidad de entonces. Y ni que decir tiene que cada ultraliberal en ejercicio que existe se apunta a esa condición de benefactor de la humanidad.

Pero llega la crisis y pasa lo que pasa. Irlanda pide ayuda.

¿Cómo es eso? ¿No quedábamos en que hay que seguir las leyes de la naturaleza? ¿No eran universales los principios del libre cambio? El silencio de los ultraliberales a tal respecto es toda una declaración. Porque en esta vida se puede mantener casi cualquier postura ideológica, siempre que sea coherente. Y si la época de las vacas gordas se atribuye a la negación de las políticas de auxilio, poca coherencia tiene el aplaudirlas ahora, que pintan bastos.