El 8 de abril de 2003, cuando se iniciaba la ocupación de Bagdad por las tropas norteamericanas, un tanque disparó contra el hotel donde se encontraba alojada buena parte de la prensa internacional y mató al cámara gallego José Couso. Según explicaron posteriormente las autoridades militares de Estados Unidos, los tanquistas, antes de disparar, consultaron con sus mandos superiores y estos les dieron la orden de destruir el objetivo, en previsión de que allí se parapetase una fuerza enemiga. Se trataba, pues, de una acción de guerra perfectamente legítima y no cabía exigir responsabilidades penales por ello. El Gobierno español, que entonces presidía el señor Aznar, apoyaba esa guerra y, aunque manifestó retóricamente su pesar por la muerte de un compatriota, no dejó de encontrar razonable la explicación y declinó su obligación de exigir reparaciones que fueran más allá de las simples condolencias. Disconforme con ese punto de vista, la familia de Couso inició un largo camino judicial para esclarecer los hechos. Como suele ocurrir casi siempre en estos asuntos vidriosos, en los que se mezclan intereses de Estado con exigencias particulares de justicia, unos jueces le dieron la razón y otros se la quitaron. Pero no se desanimaron por las dificultades de una larga tramitación y ahora, siete años después, estamos en el punto de que el Tribunal Supremo ha ordenado reiniciar la investigación y el juez encargado de instruirla recibió autorización para desplazarse a Irak y tratar de reconstruir sobre el terreno lo sucedido. Una misión difícil y peligrosa, porque no parece que vaya a recibir mucha ayuda de las autoridades norteamericanas ni de las iraquíes. Y menos aún después de las revelaciones sobre las atrocidades cometidas durante la ocupación de ese país, en la que murieron más de 150. 000 personas (el 80% de ellas civiles, como el propio José Couso) por acciones que cabe calificar de criminales, con multitud de casos perfectamente documentados de asesinatos y torturas. La lectura de los llamados "papeles de Irak", cuya autenticidad nadie ha desmentido, horroriza a cualquier persona sensible, pero lo que más horroriza todavía es la perfecta planificación de todo el proceso, la ocultación del mismo por las autoridades militares y políticas encargadas de dirigirlo, y la colaboración de la prensa internacional en su disculpa y justificación. En uno de esos papeles, sustraídos de los archivos del Pentágono y difundidos por internet, se recoge un incidente muy parecido al de la muerte de Couso, que me ha impresionado. Se dice allí que los ocupantes de un helicóptero militar estaban apuntando desde el aire a dos hombres que hacían signos de rendición brazos en alto. La tripulación consultó telefónicamente a un abogado (se supone que un jurídico militar) si debían aceptar la rendición y la contestación fue que los asesinasen. Los documentos filtrados son posteriores a la muerte del cámara gallego pero imagino que el juez de instrucción español no dejará de encontrar un paralelismo entre los dos hechos. En una entrevista concedida al diario El País, el periodista Julian Assange, que difundió las pruebas sobre la "guerra sucia" de Irak, llega a dos conclusiones dramáticas sobre la situación que vivimos. De una parte, la muerte de la sociedad civil, corrompida y desactivada por los flujos de dinero vertiginosos que no controla y por su incapacidad para enfrentarse a la inmoralidad de las grandes corporaciones y de la clase política que la sirve. Y de otra, la existencia de un enorme sistema de seguridad oculto, con base principalmente en Estados Unidos. Pesadillas orwellianas.