En la mesa de al lado, una señora rubia, muy maquillada, de pelo corto, le decía a un capitán del Ejército de Tierra:

–Necesito leer una biografía.

–¿Y eso? –preguntaba el capitán separando la gorra de la Coca Cola de la señora, por miedo a que se manchara.

–Para compararla con la mía -replicaba la señora con expresión de angustia.

–Pero eso es absurdo –señalaba el capitán-, tú no puedes comparar tu biografía con la de Hitler, por ejemplo.

–¿Qué quieres decir con que yo no puedo comparar mi biografía con la Hitler?

–Pues eso, que son vidas muy distintas.

–¿Es que no me crees capaz de invadir Polonia?

–Francamente, no.

Se hizo un silencio atroz en el que los segundos comenzaron a discurrir como plomo líquido. A fin de aliviar la tensión, tomé un sorbo de mi gin tonic haciendo mucho ruido con los hielos. Luego carraspeé con exageración y miré hacia otro lado, para no levantar sospechas. Como el silencio continuara espesándose en torno a la mesa de al lado, pero alcanzando con sus efectos letales a la mía, llamé a gritos al camarero y le pedí un plato de almendras fritas. Me caen fatal, pero mejor que los cacahuetes y las aceitunas, que eran las alternativas de este bar.

–Así que no me crees capaz de invadir Polonia –repitió entonces la señora rubia de pelo corto en un tono que daba miedo oír.

–Pero mujer –dijo en tono conciliador el capitán–, ¿qué tienes tú contra Polonia?

–La cuestión –respondió ella– no es lo que tenga o deje de tener contra Polonia, sino si tú crees que soy o no soy capaz de invadirla.

–Vale, eres capaz. ¿Y ahora qué?

–Ahora necesito leer una biografía.

–¿La de Hitler, por ejemplo?

–¿La de ese mamarracho? Ni hablar.

Total que acabé con las almendras y pedí unos cacahuetes.