El mismo día en que su selección de baloncesto le disputaba el título mundial a la de Estados Unidos, el pueblo turco votó a favor de una nueva constitución que limita el poder de los militares y de los jueces en la vida política. Una situación anómala que, con leves enmiendas, se prolongaba desde el golpe de estado del 12 de septiembre de 1980. El resultado del referéndum supone un triunfo para el actual jefe del gobierno, Recep Erdogan, y le proporciona más argumentos para insistir en el ingreso en la Unión Europea de un país con 72 millones de habitantes, en su mayor parte en territorio asiático, que es miembro de la OTAN desde 1952. Erdogan es el líder de un partido islamista, conservador y moderado, que pretende conseguir la aceptación en la escena política de una formación que juegue un papel parecido al que representó la Democracia Cristiana en la Europa de la posguerra. Es decir, de un partido confesional que acepte la alternancia en el poder con otras fuerzas de orientación laica, sin caer en la tentación de imponer una dictadura teocrática. Una experiencia que, de tener éxito, se pretendería extender –supongo– a otros países de mayoría islámica. El camino no es fácil porque el ejército en Turquía ha tutelado la actividad política desde que la revolución laica de Mustafá Kemal (más conocido por el sobrenombre de Ataturk, "padre de los turcos") abolió el islamismo como religión oficial del estado en 1928. Desde entonces, las injerencias de los militares y los golpes de estado han sido frecuentes y la última intentona (con la complicidad de los jueces) data de hace solo tres años. El caso turco ofrece a cualquier observador una serie de contrastes muy interesantes. De una parte, está el ejército que defiende los valores del laicismo y los intereses estratégicos de las grandes potencias occidentales. Y enfrente, dos formaciones políticas democráticas, una islamista moderada, el Partido de la Justicia y el Desarrollo, y otra laica y socialdemócrata, el Partido Republicano del Pueblo. Pero, además de eso, está el problema pendiente de la integración de Turquía en la Unión Europea, que tiene la enemiga de importantes miembros de ese club por diversas razones (demográficas, políticas , culturales y religiosas). Normalmente, para entrar en la UE hay que ingresar primero en la OTAN, lo que demuestra la primacía de los intereses estratégicos de carácter militar sobre los intereses estratégicos de orden civil, dígase lo que se quiera acerca de la teórica subordinación de los primeros respecto de los segundos. Turquía cumple perfectamente esa premisa desde hace la friolera de 58 años, pero no consigue salvar la bola negra en sus solicitudes de ingreso. Por poner un ejemplo, Rumanía y Bulgaria, con esas minorías gitanas que tanto molestan a Sarkozy, consiguieron su entrada poco después de salir de la órbita soviética, pero el gobierno de Ankara, con varios millones de ciudadanos trabajando en países europeos, todavía no lo ha logrado. Entre otras cosas, porque se dice temer la extensión del islamismo en el seno de la Europa cristiana. El proceso es curioso. Por una parte, combatimos los regímenes laicos socializantes en Egipto, Siria e Irak, y por otra apoyamos a regímenes autoritarios integristas, en Arabia Saudí, Kuwait y Emiratos Árabes. Y ahora que hablamos de Turquía, recordemos que, después de su golpe de estado en 1980, tuvieron lugar otros intentos de lo mismo en España, en 1981. A uno de ellos se le bautizó como "golpe a la turca".