Así pues, confirmado en estos pocos días postveraniegos que la política en Galicia vuelve por donde solía –o sea, que sus autores seguirán sacándose las mantecas por poca cosa, pero sin arriesgar un ápice por las que importan a la gente– quizá no sea mal momento para preguntar qué es lo que está pasando aquí con la seguridad ciudadana. Porque, sin la menor intención de generar alarma social –que ya hay bastante– es evidente que el relatorio de sucesos debiera haber merecido explicación y, por supuesto, alguna acción.

Es verdad que estos asuntos, se parecen a aquello que dicen de las armas, que como las carga el diablo deben manejarse con extrema cautela. Pero aún así resulta difícil aceptar que hechos como la oleada de asaltos a domicilios, la creciente violencia contra las personas o la permanencia de incógnitas terribles en casos de desaparición como el de Sonia Iglesias no exigen reflexión. A no ser que se crea en la casualidad o el clima como origen de todo.

Algunos observadores, apoyándose en tesis de psicólogos sociales, hablan de la influencia de la crisis en la conducta de aquellos que la padecen directamente o están en su entorno. Y, como precedentes hay, citan estadísticas de hechos parecidos, aunque con menor violencia, que ocurrieron en zonas gallegas durante la época de la reconversión industrial. Y es posible que algo haya de eso, lo que no tranquiliza precisamente, porque nadie sabe cuánto va a durar aún esta situación ni hasta dónde llegará.

Lo que sí es evidente –y además enlaza con antiguas denuncias de distintos colectivos sociales– es que en materia de seguridad ciudadana, repleta las últimas semanas de noticias sobre delitos mayores, hay pocos motivos para la satisfacción. Y que, por ejemplo, la calle es –sobre todo en horas nocturnas– "territorio comanche" es una idea muy extendida, como la disconformidad con la escasa presencia policial en busca de eficacia preventiva, como tanto se ha repetido.

Los remedios –que no pasan por algo que recorte libertades– ha de aportarlos quien tiene la responsabilidad. Y no solo desde el refuerzo material, sino –y seguramente sobre todo– desde el moral, demostrando que la ley funciona y que no es objeto de trapicheos aplicándola de un modo u otro según convenga. Es decir, utilizando criterios de moral pública y sentido común, que no parecen precisamente los más habituales en lo que muchos entienden por ejercicio corriente de la actividad política en este país.

¿No?