Temen los taurófilos que la veda del toro en Cataluña se extienda por mera imitación a otros reinos autónomos de la Península, pero al menos en el caso de Galicia no hay razón alguna para que eso suceda. Prohibir las corridas en este país de tan escasa afición a los cuernos (los de los toros, se entiende) sería un acto gratuito y acaso redundante en la medida que la fiesta nacional lleva décadas extinguiéndose aquí sin necesidad de que Parlamento alguno le dé la puntilla.

Si los defensores de la lidia apelasen -como suelen hacerlo- a la tradición, es de suponer que en Galicia se quedarían sin argumentos. A diferencia de las otras dos nacionalidades históricas enunciadas en la Constitución, no existe en esta tierra copiosa en vacas una mínima historia de la tauromaquia autóctona que delate afición a los toros en el pasado o el presente.

Fieles a su legendaria ambigüedad, los gallegos no aparentan ser ni pro ni antitaurinos. Simplemente, las corridas (de toros) no despiertan frío ni calor en un pueblo como el gallego cuyas verdaderas fiestas nacionales son de orden gastronómico y consisten en devorar vacas, cerdos, centollas, nécoras o cualquier otro animal susceptible de ser pasado por la olla. Y ya se sabe que con las cosas de comer no se juega (ni se torea).

Prueba del muy exiguo interés que los toros despiertan en Galicia es que en el curso de su dilatada historia este país apenas produjo otros toreros que el lucense Alfonso Cela (“Celita”) y el legendario Pepe-Hillo de Barrantes que da -o daba- nombre a una peña de Pontevedra. La de Pontevedra es precisamente la única plaza de toros existente en este reino autónomo, salvo que se agregue al escueto inventario el sucedáneo “multiusos” del Coliseum de A Coruña y alguna instalación portátil que acaso funcione todavía por ahí.

Carente de toreros, de toros y casi de plazas, Galicia es, probablemente junto a Canarias, el lugar de España donde menos pasiones -si alguna- despierta el viejo arte de Cuchares.

Nada comparable, desde luego, a la multitudinaria afición existente en la parte meridional de la Península ni aun a la de reinos norteños como los de Cataluña y Euskadi. El País Vasco-Navarro, por ejemplo, dispone de un número de circos taurinos lo bastante copioso (Bilbao, San Sebastián, Pamplona, Vitoria, Tolosa, Azpeitia, Eibar) como para deducir que algún interés existe por la lidia de astados en aquellas tierras. Sin contar, claro está, con que la fiesta taurina más famosa del mundo es precisamente la de los Sanfermines de Pamplona.

Más sorprendente resulta aún la tradición taurómaca de Cataluña, reino en el que acaban de coger por los cuernos al toro de la prohibición. Existe o existía hasta ahora allí una acreditada Escuela Taurina, una monumental plaza de toros en Barcelona y un no escaso repertorio de toreros con cuna y pedigrí catalán; si bien es cierto que la afición ha ido declinando al mismo ritmo que se cerraban cosos durante los últimos años. Aun así, la tradición de los históricos Joaquín Bernadó, Mario Cabré y José María Clavel -entre otros- la continúan o continuaron en tiempos recientes Manolo Porcel, Marcos Sánchez-Mejías y Serafín Martín, por citar sólo algunos.

En esto como en algunas otras cosas, Galicia es también un sitio distinto. Con un breve cartel de apenas diez corridas al año, aquí no estamos para competir con las treinta que se venían ofreciendo hasta ahora en Cataluña o las veintitantas del País Vasco. Mucho menos aún con los cientos de festejos taurinos de toda clase que puntean -a veces con un cierto plus de crueldad- el resto del mapa asimilado por la metáfora a una piel de toro.

Quizá porque sea nuestro animal doméstico y totémico por excelencia, a los gallegos parece conmovernos más la vaca, bicho familiar con derecho a nombre propio y tratamiento de respeto. De los toros no decimos ni mu en este país sin sol ni tendidos.

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