Antaño, en las tertulias cinematográficas comentábamos los estrenos de la semana. Hogaño se conversa sobre el cine que no se ha visto ni se piensa ver, intentando que el único espectador de la reunión confirme nuestra deserción de las salas, por la pésima calidad de la cartelera. Debido a esta disfunción, Avatar es la película más vista de la historia por personas que no conozco. Dicho de otra forma, me he cruzado con todos los seres humanos que no se han enfrentado a la producción de James Cameron. La mayoría aguarda a que llegue a su sofá, los empedernidos se la han descargado de internet con el diálogo superpuesto de una película porno y subtítulos en finlandés.

En los disidentes de Avatar opera el mecanismo de que tantos millones de espectadores por fuerza han de estar equivocados. Siento decepcionarles, pero hay que contemplar ese festival de biología sintética para mantenerle el pulso a la civilización. Hasta ahora he tenido que empujar a los renuentes uno a uno, o sea que este artículo economizará mis esfuerzos. No tiene sentido mantenerse en el lado oculto del planeta Pandora, descrito con una portentosa exhibición de recursos artificiales. Degustar ese portento de coherencia gramatical equivale a asomarse al borde de la realidad. Para los más exigentes, contiene incluso una interpretación artística, a cargo de Sigourney Weaver.

No entiendo la alergia de los pasolinis y demás avifauna cultural a matricularse en Avatar, porque Cameron ha consagrado su última creación a quienes se resisten a su influjo, tales que ecologistas, nacionalistas y demás visionarios. El mensaje catastrofista del director establece que la voluntad de destruir la Tierra no era algo personal, porque la especie humana se hubiera comportado con idéntica saña contra cualquier otro edén. El único lugar del Universo donde fracasaría Avatar es Pandora, dado que sus habitantes se negarían a la tecnología 3-D por una elemental cuestión de principios. Además, ellos ya se saben la historia y su auténtico final.