Los burdeles de cuatro habitaciones, los lupanares de barrio, los prostíbulos de ir tirando, han dado paso a los grandes centros comerciales de más de un centenar de camas. Se va a ellos con el mismo espíritu entre consumista y ahorrador con el que el sábado por la tarde se viaja al Carrefour. Quizá con la misma resignación. Sexo resignado, podríamos decir, sexo dócil, sumiso, blando, sexo, en fin, de gran superficie. La idea es que las actividades venéreas se lleven a la práctica con el conformismo con el que introducimos en el carrito de la compra el quilo de tomates o la botella de aceite. Observe usted los rostros de la gente que hace cola frente a la caja del supermercado. Pues eso.

En cuanto a las drogas, actividad solitaria donde las hubiera, tres cuartos de lo mismo. La policía desmanteló hace una o dos semanas en Madrid un hipermercado de estupefacientes. El negocio poseía un parking de mil metros cuadrados y en su interior había cintas como las que se utilizan en los aeropuertos para organizar las colas de pasajeros. Por la megafonía se informaba a los drogodependientes de la cola en la que debían solicitar la vez en función de que buscaran heroína o coca, hachís o pastillas de colores. Cuando la policía entró, aquello parecía un centro comercial en la tarde de un sábado. Es posible que muchos de los clientes, una vez obtenido lo que buscaban, se fueran a hacer cola a un macroprostíbulo. Qué vida, ¿no?, siempre de un lado para otro sin hallar la paz espiritual en ninguno.

Lo asombroso de todo esto es que la policía tarde tanto en pillar a los proxenetas como a los comerciantes de drogas. Si cada vez que entran en un club de carretera liberan a 30 ó 40 mujeres obligadas a prostituirse, ¿por qué no entran en todos? Con el tráfico de esclavas sexuales comienza a pasar lo mismo que con el tráfico de drogas: que cuanto más se persigue más florece. Vean si no: el hipermercado de la droga madrileño aludido en el párrafo anterior llevaba funcionando meses o años. ¿Cómo es posible que nadie se hubiera percatado de aquel tráfico incesante de muertos vivientes? Ni idea. Personalmente, sigo comprando la leche y las magdalenas en la pequeña tienda de ultramarinos de mi barrio, regentada ahora por una pareja de chinos muy simpáticos.