Hubo un tiempo en el que el puritanismo moral atosigaba la conciencia de los hombres para que no se desviasen del camino que de manera inequívoca les marcaba la religión. Con la irrupción de la democracia y como consecuencia de las naturales restricciones operativas impuestas a la Iglesia, los ciudadanos vivimos unos buenos años de discrecionalidad moral gracias a que el Estado ya no consideraba delito lo que la Iglesia clasificase como pecado. En aquella bendita eclosión de la libertad vimos los españoles la ansiada oportunidad de que el cuerpo pudiese hacer ciertas cosas sin que en su disfrute interfiriese el alma penitencial y reglamentaria que nos había sido inculcada durante casi cuarenta años por el implacable sacerdocio del franquismo. Por desgracia ocurrió con aquel derroche de libertad lo que suele suceder cuando un exceso de felicidad nos hace presentir que algo malo nos va a suceder para que tanta alegría no quede impune. Casi sin que nos diésemos cuenta, el Estado se fue colando sibilinamente en nuestras vidas y las severas restricciones a las que en el franquismo nos obligaba la religión, ahora resulta que nos las impone el poder político al amonestarnos por todas aquellas conductas que nos quebranten la salud o nos distraigan de la debida obediencia. No deja de ser curioso que la izquierda progresista nos liberase de los prejuicios morales del pecado y sea sin embargo ella misma la que nos adoctrine en la prevención frente a las mórbidas tentaciones del placer. Aún tratándose de orientaciones sustancialmente distintas, no cabe duda de que la moderna recomendación democrática de asistir al gimnasio no es en absoluto más inocente que el viejo consejo franquista de acudir a la iglesia. La diferencia fundamental entre la decencia religiosa y el puritanismo político es que al conculcar las normas de conducta, no es ante Dios, sino ante la jerarquía política, donde hay que rendir cuentas y dar explicaciones. Un amigo mío que ocupaba un alto cargo de representación en nombre del Boque Nacionalista Galego me pidió en una ocasión de madrugada que silenciase sus alborozadas salidas nocturnas porque estaba seguro de que sus superiores en la organización no verían con buenos ojos que uno de los suyos disfrutase de los placeres mundanos al margen de los limitados gozos ideológicos que imponía con implacable rigidez canónica la "nomenklatura" de la coalición. "Como será la cosa –me dijo– que evito detenerme a prender el cigarrillo delante de la lencería por temor a que en el comité me llamen putero". Aquel hombre había luchado a brazo partido por la conquista de la libertad y ahora se encontraba con que se le prohibía disfrutar de ella. Podía alegarse que también entre los dirigentes socialistas se había llegado al acuerdo tácito de que sus beatos afiliados reservasen su vigor físico para emplear en las discretas tareas claustrales del cenobio las energías que la diabólica tentación carnal podría haber desviado hacia los perversos sumideros del sexo. Es cierto que para hacer carrera en el partido muchos socialistas adoptaron actitudes que tradicionalmente habían denostado en la conducta moralista y corporativa del Opus Dei, pero también es obvio que en una higiénica interpretación de la castidad los devotos de la élite socialista se refugiaron en la saludable banalidad del golf, mientras que a los nacionalistas del Bloque no les quedó otra alternativa que recluirse en la soledad de sus celdas monacales y masturbarse a oscuras con un mechero de la UPG y una foto de monseñor Bautista Álvarez. ¿Cuál ha sido entonces el avance real entre la moralidad religiosa de entonces y el puritanismo político de ahora? En mi caso no tengo ataduras que me sometan a la disciplina de un partido político y puedo permitirme los riesgos venéreos de la libertad por la que tanto hemos luchado. Mi querido amigo nacionalista lo tiene peor porque no está seguro de que Paco Rodríguez vaya a ser con el castigo de sus vicios menos implacable de lo que habría sido Dios con el reproche de sus pecados. Hace ya algún tiempo, una amiga común le invitó a subir con ella a casa. Durante un rato se debatió en la duda y estuvo a punto de acceder. Se ausentó con la excusa de ir al baño y no volvió. Gracias a su renuncia pude yo ocupar su lugar. A mi la conciencia no me impedía compartir con una mujer la tela de sus sábanas; a mi amigo su opresiva obediencia orgánica sólo cada 25 de julio le permitía compartir con una mujer la tela de la pancarta.

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