Cada vez que echo un vistazo a lo que era hace años y lo comparo con lo que soy ahora, me doy cuenta de que me he limitado al irrelevante esfuerzo de envejecer. Podría decir que soy más sabio que hace veinte o treinta años, pero, sinceramente, yo creo que en realidad sólo estoy más escarmentado que entonces. ¿No consiste acaso la sabiduría, en la pretensión de aprovechar el tiempo cuando ya no se dispone de él?

He perdido muchas amistades y si todavía conservo algunas se debe seguramente a la poca frecuencia con la que nos relacionamos. Mis recuerdos son por eso más numerosos que mis compromisos, de modo que así como a otros colegas se les acumula el porvenir en la agenda, a mí se me amontona el pasado en el obituario. Hace algunos meses me comprometí formalmente a cenar con una mujer que me atraía. Levanté el teléfono e hice una llamada para reservar mesa en un restaurante. Mientras esperaba confirmación me lo pensé dos veces y colgué el teléfono. Fue mejor así. Había pensado en una cena frugal y lacónica en la que me tardase el momento del postre. Iba a pedirle el tipo del restaurante que para aligerar el encuentro prendiese en mitad de la mesa una paupérrima vela sin cera. Si colgué el teléfono fue porque pensé que para la clase de cita que yo me había propuesto, no habría en ningún restaurante una vela tan pequeña. Iba a decírselo a ella por teléfono pero desistí de hacerlo. Supuse que, como me había ocurrido otras veces, mi pareja sufriría menos digiriendo un olvido que tragándose un desprecio. Sufrí mucho al principio, lo reconozco, pero luego resolví el remordimiento con el cinismo que tan buen resultado me había dado otras veces y pensé que si bien se mira, una mujer hermosa tal vez no sea en la vida de un tipo como yo otra cosa que un buen motivo para cepillarse los dientes. Ya sé que no está bien decirlo, pero, sinceramente, del desalentador resultado de mis cenas acompañado de mujeres mi corazón siempre se repuso con más rapidez que mi bolsillo, así que no recuerdo un solo fracaso sentimental cuyo dolor no se haya compensado con la ventaja de una contabilidad un poco más boyante.

Cada vez que echo la vista atrás y hago inventario de lo que fue hasta hoy mi vida, descubro que mi peripecia sentimental se ha limitado por lo general a dos clases de mujeres: las que me causaron disgustos y las que me costaron dinero. Lo mejor de mis encuentros con ellas ha sido siempre la impagable posibilidad de convertir en literatura el dolor y las deudas, hasta el punto de que al enamorarme de una mujer no calculaba el tiempo que podría durar la excitante glucosa de lo nuestro, sino cuantos folios me inspiraría la tenaz amargura de su fracaso.

En el fondo creo haber cultivado el amor con el mismo escéptico entusiasmo con el que cavaría la tierra un granjero dispuesto a conformarse con la posibilidad de arrancarle de vez en cuando al suelo dos cosechas de polvo. Esa ha sido en cierto modo mi vida durante el tiempo que permanecí de inquilino en ella. A veces tengo al respecto sensaciones encontradas y dudo si darle un giro salvador a mi existencia. La verdad es que se trata de una incertidumbre que me dura poco. Tengo decidido que se acabaron las citas. Francamente, a estas alturas juraría que la muerte es la única mujer de mi edad a la que no le importaría ponerse al teléfono.

La última vez que trasnoché me pareció que me seguía los pasos por la calle el lento peloteo de las pisadas del enterrador. Arranqué el coche bajo la lluvia y rondé una hora el silencioso erial de la ciudad casi desierta. Y mientras el coche me devolvía insepulto a casa pensé que mi vida estaba en cierto modo completa, aunque sólo fuese por la inmensa suerte de poder recordar en mis textos lo estúpidamente feliz que un hombre puede ser con una mujer hasta que en lo suyo interfiere sin remedio el amor.

jose.luis.alvite@telefonica.net